Hasta abajo, hasta abajo

Diego Cazar Baquero

Hace poco, el guayaquileño Cristian Avecillas presentó su obra La Patria y el Pueblo. El público de Múegano Teatro vio al Pueblo interactuar con la Patria: el señor Mi Nombre.

–¡¿Y qué importa que nos quedemos sin Pueblo mientras conservemos a la Patria?! –responde el señor Mi Nombre al Pueblo, luego de que este intenta hacerle notar que un inconsulto decreto suyo desterraría a todos de su país imaginado.

–¿O sea que importa más la Patria que el Pueblo?
–Así es. Y usted, dedíquese a ser el Pueblo, que a mí me corresponde ser la Patria.

La ilusión de bienestar nos hace olvidar nuestra obligación ética de vigilar al poder en lugar de ser sus voceros. Pero el teatro nos lo recuerda: el poder está ahí porque le encargamos algo nuestro. Por eso, hacerle el juego y negar el descontento colectivo de décadas es miserable. Así como lo es apropiarse de ese descontento para transformar la protesta de unos en actos criminales de otros.

¿Cuál es la línea que separa el derecho a la protesta de la desestabilización de la democracia? ¿Tan poca democracia tenemos que ya ni nos importa violarla con el pretexto de cuidarla?

–Pero baile, Pueblo. Aproveche este momento histórico y baile.

–No puedo, señor Mi Nombre, tengo hambre.
–No se preocupe por su estómago y baile (…) Muy bien, y ahora, muévase a la izquierda y a la derecha, eso es, a la izquierda y a la derecha. De extrema izquierda a extrema derecha, y al centro. ¡Eso es bailar, eso es política!

Lucimos ridículos al querer encajar en una ‘militancia’ que nos dé la razón mientras los poderosos –todos– se nos ríen en la cara. Mientras lo hacemos, la autoridad declara en señal abierta de TV que –oh, pobrecita– ha sido agredida por el Pueblo. Cuando hay muertos producto de sus excesos, el poder calla. ¿Cuán democrático es callarnos también nosotros ante este modelo injusto por todos los costados?

Acaso la izquierda y la derecha no sean más que pasos de baile que nos impidan exigirle cuentas al poder de turno. Acaso esas vacías etiquetas solo nos lleven hasta abajo. Hasta abajo. Hasta abajo.

[email protected]

Diego Cazar Baquero

Hace poco, el guayaquileño Cristian Avecillas presentó su obra La Patria y el Pueblo. El público de Múegano Teatro vio al Pueblo interactuar con la Patria: el señor Mi Nombre.

–¡¿Y qué importa que nos quedemos sin Pueblo mientras conservemos a la Patria?! –responde el señor Mi Nombre al Pueblo, luego de que este intenta hacerle notar que un inconsulto decreto suyo desterraría a todos de su país imaginado.

–¿O sea que importa más la Patria que el Pueblo?
–Así es. Y usted, dedíquese a ser el Pueblo, que a mí me corresponde ser la Patria.

La ilusión de bienestar nos hace olvidar nuestra obligación ética de vigilar al poder en lugar de ser sus voceros. Pero el teatro nos lo recuerda: el poder está ahí porque le encargamos algo nuestro. Por eso, hacerle el juego y negar el descontento colectivo de décadas es miserable. Así como lo es apropiarse de ese descontento para transformar la protesta de unos en actos criminales de otros.

¿Cuál es la línea que separa el derecho a la protesta de la desestabilización de la democracia? ¿Tan poca democracia tenemos que ya ni nos importa violarla con el pretexto de cuidarla?

–Pero baile, Pueblo. Aproveche este momento histórico y baile.

–No puedo, señor Mi Nombre, tengo hambre.
–No se preocupe por su estómago y baile (…) Muy bien, y ahora, muévase a la izquierda y a la derecha, eso es, a la izquierda y a la derecha. De extrema izquierda a extrema derecha, y al centro. ¡Eso es bailar, eso es política!

Lucimos ridículos al querer encajar en una ‘militancia’ que nos dé la razón mientras los poderosos –todos– se nos ríen en la cara. Mientras lo hacemos, la autoridad declara en señal abierta de TV que –oh, pobrecita– ha sido agredida por el Pueblo. Cuando hay muertos producto de sus excesos, el poder calla. ¿Cuán democrático es callarnos también nosotros ante este modelo injusto por todos los costados?

Acaso la izquierda y la derecha no sean más que pasos de baile que nos impidan exigirle cuentas al poder de turno. Acaso esas vacías etiquetas solo nos lleven hasta abajo. Hasta abajo. Hasta abajo.

[email protected]

Diego Cazar Baquero

Hace poco, el guayaquileño Cristian Avecillas presentó su obra La Patria y el Pueblo. El público de Múegano Teatro vio al Pueblo interactuar con la Patria: el señor Mi Nombre.

–¡¿Y qué importa que nos quedemos sin Pueblo mientras conservemos a la Patria?! –responde el señor Mi Nombre al Pueblo, luego de que este intenta hacerle notar que un inconsulto decreto suyo desterraría a todos de su país imaginado.

–¿O sea que importa más la Patria que el Pueblo?
–Así es. Y usted, dedíquese a ser el Pueblo, que a mí me corresponde ser la Patria.

La ilusión de bienestar nos hace olvidar nuestra obligación ética de vigilar al poder en lugar de ser sus voceros. Pero el teatro nos lo recuerda: el poder está ahí porque le encargamos algo nuestro. Por eso, hacerle el juego y negar el descontento colectivo de décadas es miserable. Así como lo es apropiarse de ese descontento para transformar la protesta de unos en actos criminales de otros.

¿Cuál es la línea que separa el derecho a la protesta de la desestabilización de la democracia? ¿Tan poca democracia tenemos que ya ni nos importa violarla con el pretexto de cuidarla?

–Pero baile, Pueblo. Aproveche este momento histórico y baile.

–No puedo, señor Mi Nombre, tengo hambre.
–No se preocupe por su estómago y baile (…) Muy bien, y ahora, muévase a la izquierda y a la derecha, eso es, a la izquierda y a la derecha. De extrema izquierda a extrema derecha, y al centro. ¡Eso es bailar, eso es política!

Lucimos ridículos al querer encajar en una ‘militancia’ que nos dé la razón mientras los poderosos –todos– se nos ríen en la cara. Mientras lo hacemos, la autoridad declara en señal abierta de TV que –oh, pobrecita– ha sido agredida por el Pueblo. Cuando hay muertos producto de sus excesos, el poder calla. ¿Cuán democrático es callarnos también nosotros ante este modelo injusto por todos los costados?

Acaso la izquierda y la derecha no sean más que pasos de baile que nos impidan exigirle cuentas al poder de turno. Acaso esas vacías etiquetas solo nos lleven hasta abajo. Hasta abajo. Hasta abajo.

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Diego Cazar Baquero

Hace poco, el guayaquileño Cristian Avecillas presentó su obra La Patria y el Pueblo. El público de Múegano Teatro vio al Pueblo interactuar con la Patria: el señor Mi Nombre.

–¡¿Y qué importa que nos quedemos sin Pueblo mientras conservemos a la Patria?! –responde el señor Mi Nombre al Pueblo, luego de que este intenta hacerle notar que un inconsulto decreto suyo desterraría a todos de su país imaginado.

–¿O sea que importa más la Patria que el Pueblo?
–Así es. Y usted, dedíquese a ser el Pueblo, que a mí me corresponde ser la Patria.

La ilusión de bienestar nos hace olvidar nuestra obligación ética de vigilar al poder en lugar de ser sus voceros. Pero el teatro nos lo recuerda: el poder está ahí porque le encargamos algo nuestro. Por eso, hacerle el juego y negar el descontento colectivo de décadas es miserable. Así como lo es apropiarse de ese descontento para transformar la protesta de unos en actos criminales de otros.

¿Cuál es la línea que separa el derecho a la protesta de la desestabilización de la democracia? ¿Tan poca democracia tenemos que ya ni nos importa violarla con el pretexto de cuidarla?

–Pero baile, Pueblo. Aproveche este momento histórico y baile.

–No puedo, señor Mi Nombre, tengo hambre.
–No se preocupe por su estómago y baile (…) Muy bien, y ahora, muévase a la izquierda y a la derecha, eso es, a la izquierda y a la derecha. De extrema izquierda a extrema derecha, y al centro. ¡Eso es bailar, eso es política!

Lucimos ridículos al querer encajar en una ‘militancia’ que nos dé la razón mientras los poderosos –todos– se nos ríen en la cara. Mientras lo hacemos, la autoridad declara en señal abierta de TV que –oh, pobrecita– ha sido agredida por el Pueblo. Cuando hay muertos producto de sus excesos, el poder calla. ¿Cuán democrático es callarnos también nosotros ante este modelo injusto por todos los costados?

Acaso la izquierda y la derecha no sean más que pasos de baile que nos impidan exigirle cuentas al poder de turno. Acaso esas vacías etiquetas solo nos lleven hasta abajo. Hasta abajo. Hasta abajo.

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