El riesgo del sistema

Daniel Márquez Soares

La crisis política de octubre pasado no tuvo ganadores. Fue apenas una especie de linterna que alumbró y puso en evidencia la verdadera naturaleza de nuestra clase política. En el momento de mayor deseperación del país, cada caudillo local aprovechó para defender apenas sus intereses particulares y su espacio de poder.

Fue como ver a una manada de hienas frenéticas disputándose los despojos de un animal malherido al que tironeaban y desgarraban. Toda la sinrazón de aquellos días fue un justo recordatorio de que, sumergidos en el tribalismo y la desconfianza, carecemos aún de una conciencia nacional que nos permita resolver de manera sensata los grandes problemas que enfrenta el sistema que hemos levantado.

Tendemos a olvidar que en nuestro caso, al igual que como sucedió con la mayoría del planeta, la democracia liberal y las ideas republicanas han sido impuestas, en sus diferentes renaceres, desde afuera, con el auspicio de una acomplejada y alienada elite local que se arrogaba el derecho de hablar en nombre del pueblo.

Han sido la presión externa y la comunidad internacional los encargados de custodiar, defender y garantizar la democracia en nuestro país, no la voluntad popular. La conciencia democrática y el sentir nacional nos fueron, en cada uno de los inicios, ajenos. Desde entonces eso ha cambiado poco. Nuestro espacio público es una arena democrática en que se baten actores que no tienen nada de democrático y a los que el bien común les vale un comino.

No llama la atención que grupos tan dispares, como el movimiento indígena, la izquierda radical o el socialcristianismo, adolezcan de los mismos vicios: egoísmo, indolencia respecto a las consecuencias nacionales de sus decisiones locales. Consideran a su entorno inmediato lo único importante y tratan al conjunto del país como un accidente provisional al que no hay que tomar muy en serio.

El triunfo de la identidad nacional terminará por remediar esta triste situación. Mientras, el mayor riesgo que enfrenta nuestro sistema es que los actores extranjeros dejen de luchar por esa democracia nuestra en la que poco creemos y que jamás hemos sabido defender solos.

[email protected]

Daniel Márquez Soares

La crisis política de octubre pasado no tuvo ganadores. Fue apenas una especie de linterna que alumbró y puso en evidencia la verdadera naturaleza de nuestra clase política. En el momento de mayor deseperación del país, cada caudillo local aprovechó para defender apenas sus intereses particulares y su espacio de poder.

Fue como ver a una manada de hienas frenéticas disputándose los despojos de un animal malherido al que tironeaban y desgarraban. Toda la sinrazón de aquellos días fue un justo recordatorio de que, sumergidos en el tribalismo y la desconfianza, carecemos aún de una conciencia nacional que nos permita resolver de manera sensata los grandes problemas que enfrenta el sistema que hemos levantado.

Tendemos a olvidar que en nuestro caso, al igual que como sucedió con la mayoría del planeta, la democracia liberal y las ideas republicanas han sido impuestas, en sus diferentes renaceres, desde afuera, con el auspicio de una acomplejada y alienada elite local que se arrogaba el derecho de hablar en nombre del pueblo.

Han sido la presión externa y la comunidad internacional los encargados de custodiar, defender y garantizar la democracia en nuestro país, no la voluntad popular. La conciencia democrática y el sentir nacional nos fueron, en cada uno de los inicios, ajenos. Desde entonces eso ha cambiado poco. Nuestro espacio público es una arena democrática en que se baten actores que no tienen nada de democrático y a los que el bien común les vale un comino.

No llama la atención que grupos tan dispares, como el movimiento indígena, la izquierda radical o el socialcristianismo, adolezcan de los mismos vicios: egoísmo, indolencia respecto a las consecuencias nacionales de sus decisiones locales. Consideran a su entorno inmediato lo único importante y tratan al conjunto del país como un accidente provisional al que no hay que tomar muy en serio.

El triunfo de la identidad nacional terminará por remediar esta triste situación. Mientras, el mayor riesgo que enfrenta nuestro sistema es que los actores extranjeros dejen de luchar por esa democracia nuestra en la que poco creemos y que jamás hemos sabido defender solos.

[email protected]

Daniel Márquez Soares

La crisis política de octubre pasado no tuvo ganadores. Fue apenas una especie de linterna que alumbró y puso en evidencia la verdadera naturaleza de nuestra clase política. En el momento de mayor deseperación del país, cada caudillo local aprovechó para defender apenas sus intereses particulares y su espacio de poder.

Fue como ver a una manada de hienas frenéticas disputándose los despojos de un animal malherido al que tironeaban y desgarraban. Toda la sinrazón de aquellos días fue un justo recordatorio de que, sumergidos en el tribalismo y la desconfianza, carecemos aún de una conciencia nacional que nos permita resolver de manera sensata los grandes problemas que enfrenta el sistema que hemos levantado.

Tendemos a olvidar que en nuestro caso, al igual que como sucedió con la mayoría del planeta, la democracia liberal y las ideas republicanas han sido impuestas, en sus diferentes renaceres, desde afuera, con el auspicio de una acomplejada y alienada elite local que se arrogaba el derecho de hablar en nombre del pueblo.

Han sido la presión externa y la comunidad internacional los encargados de custodiar, defender y garantizar la democracia en nuestro país, no la voluntad popular. La conciencia democrática y el sentir nacional nos fueron, en cada uno de los inicios, ajenos. Desde entonces eso ha cambiado poco. Nuestro espacio público es una arena democrática en que se baten actores que no tienen nada de democrático y a los que el bien común les vale un comino.

No llama la atención que grupos tan dispares, como el movimiento indígena, la izquierda radical o el socialcristianismo, adolezcan de los mismos vicios: egoísmo, indolencia respecto a las consecuencias nacionales de sus decisiones locales. Consideran a su entorno inmediato lo único importante y tratan al conjunto del país como un accidente provisional al que no hay que tomar muy en serio.

El triunfo de la identidad nacional terminará por remediar esta triste situación. Mientras, el mayor riesgo que enfrenta nuestro sistema es que los actores extranjeros dejen de luchar por esa democracia nuestra en la que poco creemos y que jamás hemos sabido defender solos.

[email protected]

Daniel Márquez Soares

La crisis política de octubre pasado no tuvo ganadores. Fue apenas una especie de linterna que alumbró y puso en evidencia la verdadera naturaleza de nuestra clase política. En el momento de mayor deseperación del país, cada caudillo local aprovechó para defender apenas sus intereses particulares y su espacio de poder.

Fue como ver a una manada de hienas frenéticas disputándose los despojos de un animal malherido al que tironeaban y desgarraban. Toda la sinrazón de aquellos días fue un justo recordatorio de que, sumergidos en el tribalismo y la desconfianza, carecemos aún de una conciencia nacional que nos permita resolver de manera sensata los grandes problemas que enfrenta el sistema que hemos levantado.

Tendemos a olvidar que en nuestro caso, al igual que como sucedió con la mayoría del planeta, la democracia liberal y las ideas republicanas han sido impuestas, en sus diferentes renaceres, desde afuera, con el auspicio de una acomplejada y alienada elite local que se arrogaba el derecho de hablar en nombre del pueblo.

Han sido la presión externa y la comunidad internacional los encargados de custodiar, defender y garantizar la democracia en nuestro país, no la voluntad popular. La conciencia democrática y el sentir nacional nos fueron, en cada uno de los inicios, ajenos. Desde entonces eso ha cambiado poco. Nuestro espacio público es una arena democrática en que se baten actores que no tienen nada de democrático y a los que el bien común les vale un comino.

No llama la atención que grupos tan dispares, como el movimiento indígena, la izquierda radical o el socialcristianismo, adolezcan de los mismos vicios: egoísmo, indolencia respecto a las consecuencias nacionales de sus decisiones locales. Consideran a su entorno inmediato lo único importante y tratan al conjunto del país como un accidente provisional al que no hay que tomar muy en serio.

El triunfo de la identidad nacional terminará por remediar esta triste situación. Mientras, el mayor riesgo que enfrenta nuestro sistema es que los actores extranjeros dejen de luchar por esa democracia nuestra en la que poco creemos y que jamás hemos sabido defender solos.

[email protected]