Indio

Daniel Márquez Soares

Hay una historia, seguramente apócrifa, que suele repetirse en diferentes relatos sobre guerras civiles. Para distinguir a los enemigos infiltrados, en tanto los enfrentados son idénticos, se les piden a los detenidos que digan una palabra o que lleven a cabo un gesto que delate su verdadera naturaleza. Los soldados dominicanos pedían a los detenidos que dijeran una palabra con erre para ver si eran haitianos y en los conflictos balcánicos los sospechosos debían santiguarse, para saber si eran ortodoxos.

Durante la reciente crisis política ecuatoriana, bastaba una palabra para conocer las verdaderas convicciones y lealtades de cada ciudadano. Unos empleaban la palabra “indígena”; otros, empleaban con toda su fuerza la de “indio”.

Justo porque toda la carga detrás de ella sigue aún vigente, sería bueno que los ecuatorianos volviéramos a usar la palabra “indio”. Desd e hace un tiempo, hemos querido romper con el pasado abrazando la palabra “indígena” y promoviendo el concepto de estos como una especie de elfos andinoamazónicos. Se supone que son puros, de conciencia elevada y con una tendencia natural al veganismo, el yoga y la igualdad de género, lo que tenemos de mejor, la voz de nuestra conciencia nacional. Se trata de una maniobra ridícula que parte de la equivocada convicción de que se puede superar siglos de errores y rencores apenas con amnesia selectiva y cambio de palabras. Es, ante todo, una forma de excluir, de distanciarse y de lavarse las manos.

El término apropiado es “indio”. Puede que sea geográficamente equivocado e impuesto desde afuera, pero justamente por ello es necesario: nos recuerda que lo que hay no es una cultura sobreviviente de resistencia, sino una argamasa mitológica hecha de los escombros culturales resultantes de un genocidio que desde entonces hasta hoy ha sido diseñada y operada en función de intereses ajenos.

Nos recuerda el rencor, la discriminación y el abuso que han regido la cercana relación entre indios y no indios, que no pueden borrarse de repente con una nueva palabra. Todo progreso y todo avance debe levantarse a partir de reconocer y recordar esa circunstancia.

Es la palabra de nuestra historia cercana, personal, la de quienes nos precedieron. A la larga, las víctimas y los victimarios suelen compartir una historia común larga e íntimas, como las que unen a los antagonistas en las grandes tragedias.

[email protected]

Daniel Márquez Soares

Hay una historia, seguramente apócrifa, que suele repetirse en diferentes relatos sobre guerras civiles. Para distinguir a los enemigos infiltrados, en tanto los enfrentados son idénticos, se les piden a los detenidos que digan una palabra o que lleven a cabo un gesto que delate su verdadera naturaleza. Los soldados dominicanos pedían a los detenidos que dijeran una palabra con erre para ver si eran haitianos y en los conflictos balcánicos los sospechosos debían santiguarse, para saber si eran ortodoxos.

Durante la reciente crisis política ecuatoriana, bastaba una palabra para conocer las verdaderas convicciones y lealtades de cada ciudadano. Unos empleaban la palabra “indígena”; otros, empleaban con toda su fuerza la de “indio”.

Justo porque toda la carga detrás de ella sigue aún vigente, sería bueno que los ecuatorianos volviéramos a usar la palabra “indio”. Desd e hace un tiempo, hemos querido romper con el pasado abrazando la palabra “indígena” y promoviendo el concepto de estos como una especie de elfos andinoamazónicos. Se supone que son puros, de conciencia elevada y con una tendencia natural al veganismo, el yoga y la igualdad de género, lo que tenemos de mejor, la voz de nuestra conciencia nacional. Se trata de una maniobra ridícula que parte de la equivocada convicción de que se puede superar siglos de errores y rencores apenas con amnesia selectiva y cambio de palabras. Es, ante todo, una forma de excluir, de distanciarse y de lavarse las manos.

El término apropiado es “indio”. Puede que sea geográficamente equivocado e impuesto desde afuera, pero justamente por ello es necesario: nos recuerda que lo que hay no es una cultura sobreviviente de resistencia, sino una argamasa mitológica hecha de los escombros culturales resultantes de un genocidio que desde entonces hasta hoy ha sido diseñada y operada en función de intereses ajenos.

Nos recuerda el rencor, la discriminación y el abuso que han regido la cercana relación entre indios y no indios, que no pueden borrarse de repente con una nueva palabra. Todo progreso y todo avance debe levantarse a partir de reconocer y recordar esa circunstancia.

Es la palabra de nuestra historia cercana, personal, la de quienes nos precedieron. A la larga, las víctimas y los victimarios suelen compartir una historia común larga e íntimas, como las que unen a los antagonistas en las grandes tragedias.

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Hay una historia, seguramente apócrifa, que suele repetirse en diferentes relatos sobre guerras civiles. Para distinguir a los enemigos infiltrados, en tanto los enfrentados son idénticos, se les piden a los detenidos que digan una palabra o que lleven a cabo un gesto que delate su verdadera naturaleza. Los soldados dominicanos pedían a los detenidos que dijeran una palabra con erre para ver si eran haitianos y en los conflictos balcánicos los sospechosos debían santiguarse, para saber si eran ortodoxos.

Durante la reciente crisis política ecuatoriana, bastaba una palabra para conocer las verdaderas convicciones y lealtades de cada ciudadano. Unos empleaban la palabra “indígena”; otros, empleaban con toda su fuerza la de “indio”.

Justo porque toda la carga detrás de ella sigue aún vigente, sería bueno que los ecuatorianos volviéramos a usar la palabra “indio”. Desd e hace un tiempo, hemos querido romper con el pasado abrazando la palabra “indígena” y promoviendo el concepto de estos como una especie de elfos andinoamazónicos. Se supone que son puros, de conciencia elevada y con una tendencia natural al veganismo, el yoga y la igualdad de género, lo que tenemos de mejor, la voz de nuestra conciencia nacional. Se trata de una maniobra ridícula que parte de la equivocada convicción de que se puede superar siglos de errores y rencores apenas con amnesia selectiva y cambio de palabras. Es, ante todo, una forma de excluir, de distanciarse y de lavarse las manos.

El término apropiado es “indio”. Puede que sea geográficamente equivocado e impuesto desde afuera, pero justamente por ello es necesario: nos recuerda que lo que hay no es una cultura sobreviviente de resistencia, sino una argamasa mitológica hecha de los escombros culturales resultantes de un genocidio que desde entonces hasta hoy ha sido diseñada y operada en función de intereses ajenos.

Nos recuerda el rencor, la discriminación y el abuso que han regido la cercana relación entre indios y no indios, que no pueden borrarse de repente con una nueva palabra. Todo progreso y todo avance debe levantarse a partir de reconocer y recordar esa circunstancia.

Es la palabra de nuestra historia cercana, personal, la de quienes nos precedieron. A la larga, las víctimas y los victimarios suelen compartir una historia común larga e íntimas, como las que unen a los antagonistas en las grandes tragedias.

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Daniel Márquez Soares

Hay una historia, seguramente apócrifa, que suele repetirse en diferentes relatos sobre guerras civiles. Para distinguir a los enemigos infiltrados, en tanto los enfrentados son idénticos, se les piden a los detenidos que digan una palabra o que lleven a cabo un gesto que delate su verdadera naturaleza. Los soldados dominicanos pedían a los detenidos que dijeran una palabra con erre para ver si eran haitianos y en los conflictos balcánicos los sospechosos debían santiguarse, para saber si eran ortodoxos.

Durante la reciente crisis política ecuatoriana, bastaba una palabra para conocer las verdaderas convicciones y lealtades de cada ciudadano. Unos empleaban la palabra “indígena”; otros, empleaban con toda su fuerza la de “indio”.

Justo porque toda la carga detrás de ella sigue aún vigente, sería bueno que los ecuatorianos volviéramos a usar la palabra “indio”. Desd e hace un tiempo, hemos querido romper con el pasado abrazando la palabra “indígena” y promoviendo el concepto de estos como una especie de elfos andinoamazónicos. Se supone que son puros, de conciencia elevada y con una tendencia natural al veganismo, el yoga y la igualdad de género, lo que tenemos de mejor, la voz de nuestra conciencia nacional. Se trata de una maniobra ridícula que parte de la equivocada convicción de que se puede superar siglos de errores y rencores apenas con amnesia selectiva y cambio de palabras. Es, ante todo, una forma de excluir, de distanciarse y de lavarse las manos.

El término apropiado es “indio”. Puede que sea geográficamente equivocado e impuesto desde afuera, pero justamente por ello es necesario: nos recuerda que lo que hay no es una cultura sobreviviente de resistencia, sino una argamasa mitológica hecha de los escombros culturales resultantes de un genocidio que desde entonces hasta hoy ha sido diseñada y operada en función de intereses ajenos.

Nos recuerda el rencor, la discriminación y el abuso que han regido la cercana relación entre indios y no indios, que no pueden borrarse de repente con una nueva palabra. Todo progreso y todo avance debe levantarse a partir de reconocer y recordar esa circunstancia.

Es la palabra de nuestra historia cercana, personal, la de quienes nos precedieron. A la larga, las víctimas y los victimarios suelen compartir una historia común larga e íntimas, como las que unen a los antagonistas en las grandes tragedias.

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