El monstruo que nos avergüenza

Diego Cazar Baquero

Cuando en 1851 se decretó la abolición de la esclavitud en Ecuador, esos miles de esclavos negros, traídos desde África, no imaginaron que tendrían que esperar meses, años, más de un siglo para descubrir que todavía no son libres.

En el 2018, más de 1.200 personas –la mayoría afroecuatorianos nacidos en Esmeraldas– fueron halladas en condición de esclavitud, en haciendas abacaleras de la multinacional japonesa Furukawa. El Estado no ha hecho nada para atender a ninguno de ellos. Digan lo que digan, no han hecho nada.

Pero la esclavitud de hoy no es tragedia exclusiva de los pueblos afrodescendientes. En Ecuador, más de 330 víctimas de trata se registraron entre 2017 y 2019, la mayoría son mujeres. El 9% de los niños, niñas y adolescentes trabajan, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos. Más de 2.000 personas son mendigos, según el Ministerio de Inclusión Económica y Social, muchos de ellos, extranjeros. Y los subregistros podrían elevar estas cifras considerablemente.

Cada 2 de diciembre, desde 1949 –y más adelante, gracias a nuevos acuerdos y convenios– el mundo exige la abolición de la esclavitud. Pero la trata, la servidumbre de la gleba, la explotación sexual, el trabajo infantil, el matrimonio forzado, la servidumbre por deudas y el reclutamiento de niños para utilizarlos en conflictos armados son formas de esclavitud que se camuflan en la vida moderna. La esclavitud es el monstruo del discrimen y de la desigualdad de oportunidades, y se ensaña con los más débiles.

Según Naciones Unidas, en 2016, más de 25 millones de personas en el mundo estuvieron sometidas a trabajo forzado. Más de 6 millones de jóvenes vivían como siervos, y un niño de cada seis trabajaba, contraviniendo todo principio de derechos fundamentales. La esclavitud no ha sido erradicada de un planeta que debería avergonzarse de su incapacidad para matar a un monstruo que se transforma. Y debería avergonzarse este país cómplice que con su silencio encubre al monstruo, 168 años después de un decreto que no ha servido de nada.

[email protected]

Diego Cazar Baquero

Cuando en 1851 se decretó la abolición de la esclavitud en Ecuador, esos miles de esclavos negros, traídos desde África, no imaginaron que tendrían que esperar meses, años, más de un siglo para descubrir que todavía no son libres.

En el 2018, más de 1.200 personas –la mayoría afroecuatorianos nacidos en Esmeraldas– fueron halladas en condición de esclavitud, en haciendas abacaleras de la multinacional japonesa Furukawa. El Estado no ha hecho nada para atender a ninguno de ellos. Digan lo que digan, no han hecho nada.

Pero la esclavitud de hoy no es tragedia exclusiva de los pueblos afrodescendientes. En Ecuador, más de 330 víctimas de trata se registraron entre 2017 y 2019, la mayoría son mujeres. El 9% de los niños, niñas y adolescentes trabajan, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos. Más de 2.000 personas son mendigos, según el Ministerio de Inclusión Económica y Social, muchos de ellos, extranjeros. Y los subregistros podrían elevar estas cifras considerablemente.

Cada 2 de diciembre, desde 1949 –y más adelante, gracias a nuevos acuerdos y convenios– el mundo exige la abolición de la esclavitud. Pero la trata, la servidumbre de la gleba, la explotación sexual, el trabajo infantil, el matrimonio forzado, la servidumbre por deudas y el reclutamiento de niños para utilizarlos en conflictos armados son formas de esclavitud que se camuflan en la vida moderna. La esclavitud es el monstruo del discrimen y de la desigualdad de oportunidades, y se ensaña con los más débiles.

Según Naciones Unidas, en 2016, más de 25 millones de personas en el mundo estuvieron sometidas a trabajo forzado. Más de 6 millones de jóvenes vivían como siervos, y un niño de cada seis trabajaba, contraviniendo todo principio de derechos fundamentales. La esclavitud no ha sido erradicada de un planeta que debería avergonzarse de su incapacidad para matar a un monstruo que se transforma. Y debería avergonzarse este país cómplice que con su silencio encubre al monstruo, 168 años después de un decreto que no ha servido de nada.

[email protected]

Diego Cazar Baquero

Cuando en 1851 se decretó la abolición de la esclavitud en Ecuador, esos miles de esclavos negros, traídos desde África, no imaginaron que tendrían que esperar meses, años, más de un siglo para descubrir que todavía no son libres.

En el 2018, más de 1.200 personas –la mayoría afroecuatorianos nacidos en Esmeraldas– fueron halladas en condición de esclavitud, en haciendas abacaleras de la multinacional japonesa Furukawa. El Estado no ha hecho nada para atender a ninguno de ellos. Digan lo que digan, no han hecho nada.

Pero la esclavitud de hoy no es tragedia exclusiva de los pueblos afrodescendientes. En Ecuador, más de 330 víctimas de trata se registraron entre 2017 y 2019, la mayoría son mujeres. El 9% de los niños, niñas y adolescentes trabajan, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos. Más de 2.000 personas son mendigos, según el Ministerio de Inclusión Económica y Social, muchos de ellos, extranjeros. Y los subregistros podrían elevar estas cifras considerablemente.

Cada 2 de diciembre, desde 1949 –y más adelante, gracias a nuevos acuerdos y convenios– el mundo exige la abolición de la esclavitud. Pero la trata, la servidumbre de la gleba, la explotación sexual, el trabajo infantil, el matrimonio forzado, la servidumbre por deudas y el reclutamiento de niños para utilizarlos en conflictos armados son formas de esclavitud que se camuflan en la vida moderna. La esclavitud es el monstruo del discrimen y de la desigualdad de oportunidades, y se ensaña con los más débiles.

Según Naciones Unidas, en 2016, más de 25 millones de personas en el mundo estuvieron sometidas a trabajo forzado. Más de 6 millones de jóvenes vivían como siervos, y un niño de cada seis trabajaba, contraviniendo todo principio de derechos fundamentales. La esclavitud no ha sido erradicada de un planeta que debería avergonzarse de su incapacidad para matar a un monstruo que se transforma. Y debería avergonzarse este país cómplice que con su silencio encubre al monstruo, 168 años después de un decreto que no ha servido de nada.

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Diego Cazar Baquero

Cuando en 1851 se decretó la abolición de la esclavitud en Ecuador, esos miles de esclavos negros, traídos desde África, no imaginaron que tendrían que esperar meses, años, más de un siglo para descubrir que todavía no son libres.

En el 2018, más de 1.200 personas –la mayoría afroecuatorianos nacidos en Esmeraldas– fueron halladas en condición de esclavitud, en haciendas abacaleras de la multinacional japonesa Furukawa. El Estado no ha hecho nada para atender a ninguno de ellos. Digan lo que digan, no han hecho nada.

Pero la esclavitud de hoy no es tragedia exclusiva de los pueblos afrodescendientes. En Ecuador, más de 330 víctimas de trata se registraron entre 2017 y 2019, la mayoría son mujeres. El 9% de los niños, niñas y adolescentes trabajan, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos. Más de 2.000 personas son mendigos, según el Ministerio de Inclusión Económica y Social, muchos de ellos, extranjeros. Y los subregistros podrían elevar estas cifras considerablemente.

Cada 2 de diciembre, desde 1949 –y más adelante, gracias a nuevos acuerdos y convenios– el mundo exige la abolición de la esclavitud. Pero la trata, la servidumbre de la gleba, la explotación sexual, el trabajo infantil, el matrimonio forzado, la servidumbre por deudas y el reclutamiento de niños para utilizarlos en conflictos armados son formas de esclavitud que se camuflan en la vida moderna. La esclavitud es el monstruo del discrimen y de la desigualdad de oportunidades, y se ensaña con los más débiles.

Según Naciones Unidas, en 2016, más de 25 millones de personas en el mundo estuvieron sometidas a trabajo forzado. Más de 6 millones de jóvenes vivían como siervos, y un niño de cada seis trabajaba, contraviniendo todo principio de derechos fundamentales. La esclavitud no ha sido erradicada de un planeta que debería avergonzarse de su incapacidad para matar a un monstruo que se transforma. Y debería avergonzarse este país cómplice que con su silencio encubre al monstruo, 168 años después de un decreto que no ha servido de nada.

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