Inusualmente vivo

Desde que empezó la pandemia del Covid-19, el concepto de “muertes inusuales” ha dejado de ser patrimonio de especialistas. Se supone que cuando se produce un evento catastrófico con demasiadas derivaciones, como una pandemia, un desastre natural o una guerra total, muere tanta gente que resulta imposible determinar quién murió a causa de éste y quién no. Se opta por comparar la cantidad de fallecimientos en el mismo lugar y período en años previos con los del presente, y determinar así el excedente, la cantidad de “muertes inusuales”, que vendría a ser el número de bajas que podría atribuírsele a la hecatombe.

Lo curioso es que cuando sucede lo opuesto, cuando la población aumenta, nadie habla de “nacimientos inusuales” o “vivos inusuales”. Es como si hubiésemos decidido que la vida es lo usual, que lo normal es vivir cada vez más y que haya cada vez más vivos. Contra toda lógica y evidencia, hemos preferido ignorar que la vida es una excepción, que son más los que han muerto que los que viven y que la muerte al final siempre se impone. Lo “inusual” es la vida, no la muerte.

Cuando se trata de personas de carne y hueso, por suerte la biología se encarga de sacarnos de ese mundo de fantasías pueriles de inmortalidad e imponernos la realidad; al final todos morimos. El problema es que esas mismas ilusiones se extienden a las instituciones. Comenzamos a creer que son eternas e inmutables, estudiamos su funcionamiento y planeamos a largo plazo como si su sobrevivencia fuese algo certero. Olvidamos que también para para las instituciones lo usual es desaparecer y nos rehusamos a aceptar su muerte aun cuando resulta evidente.

Quebrado, saqueado, estigmatizado y aborrecido, para estas alturas el Estado ecuatoriano -engendrado en Montecristi en 2008 por un grupo de osados- es un organismo muerto, defendido apenas por los carroñeros que de él se alimentan y sostenido en pie apenas por la compasión y desinterés de los otros Estados. Es como quienes mueren parados en lugares hacinados y no se desploman porque la muchedumbre apiñada los sostiene; en pie, pero sin moverse y ya apestando. Durará lo que dure el interés de la comunidad internacional en financiarlo y lo que tarden los rentistas en devorar sus despojos. Y entonces nacerá algo mejor.