Fiestas clandestinas

¿Qué empuja a las personas a tomar riesgos innecesarios? ¿A violar la ley e ignorar la prudencia? Cada día aparece en las noticias el recuento de fiestas clandestinas en diferentes ciudades del país. Algunas de estas no lo son tanto, ya que ocurren a vista y paciencia de todos, desafiando las prohibiciones y, sobre todo, dejando de lado aquel concepto que todos debíamos tener presente, el bien común.

Muchas veces los adolescentes, pero también los adultos jóvenes, los que incurren en la mayor parte de desobediencias, y no toman las precauciones debidas del uso de la mascarilla y del distanciamiento; sin reparar, no solamente en el riesgo personal en el que incurren, sino en el que ponen a sus familiares, inclusive ancianos o personas con enfermedades previas, con quienes conviven o se relacionan.

Hay una enorme dosis de irresponsabilidad en estas actuaciones, seguramente sienten la adrenalina de hacer lo prohibido, pero no se dan cuenta de que están jugando con fuego, una especie de ruleta rusa que puede terminar apuntando contra sí mismos y contra las personas que más quieren.

Esto tiene que ver con la calidad de la educación recibida, tanto en casa como en la escuela, que no toma en cuenta principios como el respeto a la ley y a los mayores, la necesidad de cumplir con las normas que el convivir en comunidad impone. Por ello enfatizamos siempre en la importancia de una educación de calidad y pertinente, en la necesidad de que se incluyan estos principios sólidos como ejes transversales en todo el proceso educativo que, sabemos, comienza en casa, y se refuerza en la escuela.

¿Qué queda luego de esas fiestas clandestinas? A las que concurren muchas personas, más de las permitidas, en donde el alcohol u otras substancias contribuyen a la falta de inhibiciones, cuando ya ni la mascarilla ni el distanciamiento físico se respetan. Seguramente queda un chuchaqui amargo, la sensación de libertad se esfuma y surgen las responsabilidades, las penas, los dolores de haber sido el vector del contagio para sus propias familias o tal vez la cama de hospital tiene un nuevo ocupante que engrosa las dolorosas estadísticas de morbilidad y muerte.

La responsabilidad es colectiva, pero se visibiliza con la obligación individual de respetar la norma, la ciencia y el sentido común. Los tiempos no serán eternos; vendrán aquellos de libertad y de contacto con los otros, y nos compensarán de los momentos duros vividos durante esta pandemia, pero hay que tener paciencia y constancia hasta que la inmunidad sea generalizada y podamos desarrollar nuestras actividades sin peligro de contagio.

El libre albedrío se pone de manifiesto, podemos decir no a la invitación que entraña peligro. Podemos poner, por una vez, el bien común por encima de la satisfacción momentánea de un deseo.