Buenas intenciones

Jorge García Guerrero

Si el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, algunas de esas piedras seguro son adoquines que la Asamblea Nacional va expidiendo a manera de leyes, y resultan en unas simples curitas que, si han servido para algo, fue para incrementar la burocracia y sus costos, pero que han fallado escandalosamente ante las intenciones que los electos funcionarios públicos marcaron entre considerandos y artículos. Un ejemplo de esto es la Ley de Tránsito de 2008 (modificada en 2021).

Si bien la norma anuncia en sus primeros artículos su intención de proteger la vida y garantizar la movilidad segura de personas y bienes, los hechos y cifras demuestran su poca efectividad para reducir el número de muertos y lesionados, casi todos en eventos que pudieron evitarse con una adecuada planificación vial y urbana, con programas de educación para conductores y peatones, o con el correcto control de agentes de tránsito.

En la última década (2014-2023), el promedio anual de muertes «en el sitio» asciende a 2,100 personas, de las cuales el 80% son hombres y más de la mitad menores de 45 años. Además, se registran cerca de 20,000 lesionados cada año, de los cuales cerca del 6% fallecen unas horas o pocas semanas después en una casa de salud. A quienes miden el impacto en términos económicos, les invito a calcular los costos de la atención sanitaria y la pérdida de individuos en edad productiva, montos que salen del presupuesto del Estado y (sobre todo) del patrimonio de los hogares. A los más curiosos: comparen ese número con la recaudación generada por foto multas.

Aunque no sé si lo normativo y organizacional establecido en dicha ley ha sido evaluada y si alcanzaron una carita feliz, sí tengo claro que la Ley de Tránsito (así como tantas otras) ha servido poco para proteger la vida humana. Pero ¿qué importa si en lo cotidiano hemos optado por lo más fácil, hacernos los desentendidos y culpar al muerto?