Abrumado

Esta columna es una promesa furtiva que le hice a Miguel Molina Díaz, tras encontrarlo en el baño del JFK en New York. Era 1 de enero, lo reconocí en el lavamanos y le prometí que leería Bruma, la primera novela de este ecuatoriano bajo el sello de Seix Barral. No pudo llegar en mejor momento. 

No sé si sea una novela para todos, pero sí para quienes llevamos metidas entre pecho y espalda las ganas de escribir y hacer con las palabras algo que se parezca a la belleza, y para quienes nos hemos sentido ajenos al tiempo que nos tocó y no calzamos en las clasificaciones generacionales según nuestra relación con el Instagram, es imposible no identificarnos con Emilio, su protagonista. Latinoamericano remiso, que presa de sus miedos y sus aspiraciones cursa un camino delirante en el que nos deja reflexionar sobre este continente cohibido e ilusorio. Con diente afilado, rasga las vestiduras de la literatura moderna, apoyado en esos nombres pesados que conforman el santoral de los alevines de escritores. Mordaz, se encara con nuestro mundillo literario, pequeño y mediocre, y nos brinda una imagen de esa distancia interna entre los migrantes y la vieja España, entre las ganas de ser y el deseo de haber sido, entre el amor y su idea. Emilio es una representación entre lo irónico y lo patético, en la que podemos reflejarnos todos los que con una carga de mitos nos atrevemos a cruzar el charco, unos por urgencia y otros por la anécdota.

Bruma es una novela que ha venido a renovar con savia nueva nuestra República de las Letras. Esa que con valentía el propio Molina ha combatido por sesgada, con facha de marioneta política y en consecuencia estéril. Su última polémica suscitada a propósito de la FIL de nuestra capital nos obliga a replantearnos no tanto hacia dónde se encamina nuestra cultura, sino desde dónde la proyectamos.