La banalidad del mal

Nicolás Merizalde
Nicolás Merizalde

Nicolás Merizalde

Eichmann en Jerusalén es un libro muy particular, que nació de las entregas periodísticas que Hannah Arendt escribió para el New Yorker, sobre el juicio al alto jerarca nazi. Le costó enormes pleitos y críticas porque se oponía al comportamiento circense de la fiscalía, que el gobierno israelí toleró y alentó, y además develaba el papel que los consejos judíos jugaron en la aplicación de la solución final. Siendo judía y alemana, no se adhirió al coro de voces que calificaban al acusado de implacable, frío y calculador. Para Arendt se trataba, más bien de un hombre simple hasta el extremo y temible dada su normalidad. 

Primo Levi también nos advierte en su extraordinaria obra que son más peligrosos los hombres comunes que los extraordinarios. Arendt viene a refrendar la idea terrible de que, aunque busquemos siempre justificar la maldad con aparentes razones -que no apoyamos, pero al menos nos resultan comprensibles- como el poder, la crueldad, la psicopatía o uno más pedestre como la riqueza. No siempre resulta así. La maldad radical a veces nace de algo tan banal como la comodidad, la pereza, la dependencia de un sueldo básico, la obediencia o el autoengaño. Y cuando se enquista, es tan o más dañina que esa maldad hiperbólica de los grandes villanos. 

Eichmann puede ser cualquiera de nosotros, y Hitler o Stalin ni juntando tres o diez. La gente común que se presta por poca cosa a ser alfil de esos genios perversos, termina por hacer un daño peor y duradero. Porque socavan toda dosis de honor, matan sin matar y expolian sin saberlo. La banalidad del mal habita en el funcionario que calla, en la asambleísta sumisa que se presta al juego de otro, en los abogados que se comen los papeles y tanta gente que colabora con una maldad superior y viva. Ahí se los dejo.