La salud mental de los uniformados

El país se ha estremecido ante el trágico asesinato de otra ecuatoriana a manos de un policía. A estas alturas, ya no se trata de un hecho aislado, sino de un caso más en una siniestra serie de femicidios protagonizados por uniformados. Se suma al sonado caso de María Belén Bernal, el de Quinindé y el de Ibarra, entre tantos otros, como otro claro síntoma de una letal epidemia de salud mental que socava a la fuerza pública.

Las instituciones armadas del Estado deben ser las primeras en entender que el panorama de la salud mental ha cambiado tajantemente. La situación objetiva del país resulta, en diversos aspectos, mucho más desafiante, emocional y psicológicamente, que la de años atrás. Los dispositivos, las redes sociales y la vorágine de información han tenido un severo impacto en la psique de la gente. Lo que se vio durante la pandemia constituyó una severa advertencia sobre los riesgos que se avecinaban en la salud mental pero, cuatro años después, muy poco se ha hecho. A ello, se suman los escenarios extremos a los que policías y militares están expuestos en su día a día: violencia, sufrimientos, combate, cárceles, lugares dominados por el hampa, etc.

Cuando se trata de uniformados, el Estado necesita detectar a tiempo —ya sea en los exámenes de ingreso o por medio de evaluaciones permanentes— y tratar las alteraciones psíquicas que se susciten entre el personal. Caso contrario, seguirán suscitándose eventos lamentables —previsible efecto colateral de la vorágine de violencia que enfrenta el país— y la imagen de la fuerza pública desplomándose entre la ciudadanía.