Montezuma y Ostional Una travesía por parajes fascinantes de la península de Nicoya, en Costa Rica




Costa Rica es un destino ideal para quienes buscan las atracciones naturales, pues el pequeño país tiene mucho que ofrecer en esa rama del turismo, desde seductoras playas y atrayentes y bien cuidados parques nacionales hasta ríos retadores y reconfortantes balnearios de aguas termales. Voy a relatar un par de paseos inolvidables, de hace unos años, por la costa del Pacífico Norte del país.

Travesía
Montezuma es un pueblecito de la Península de Nicoya, que está fuera de las principales rutas turísticas del país, debido esto primordialmente a su trabajosa accesibilidad. Para llegar allá desde San José, hay que viajar en auto hasta el puerto Puntarenas, donde se toma un transbordador (o ferry), que después de una hora de travesía, arriba a Playa Naranjo.

Emplean ese sistema de transporte: campesinos, rancheros y comerciantes, y también un manojo de extranjeros, generalmente jóvenes y mochileros. La gente de dinero puede volar directamente en avioneta desde San José a una pequeña pista en Tambor, no muy lejos de Montezuma. Las aguas del Golfo de Nicoya no se ven muy limpias, pues reciben desde el norte desechos que vienen con las corrientes del anchuroso río Tempisque, pero la travesía es agradable y se ven varias islas, entre ellas la de San Lucas, antiguo presidio y tema de una novela controvertida, La isla de los hombres solos, de José León Sánchez. El trayecto resulta ameno además por el talante alegre de algunos pasajeros que, motivados por la música tropical pegajosa que emiten los altoparlantes, se entregan al baile sobre el puente del barco; y entre ellos, los más animosos suelen ser los extranjeros jóvenes, que parecen querer poner en práctica sus habilidades recién aprendidas.

Ya en la otra orilla, y viajando hacia el suroeste por una carretera asfaltada, se atraviesa una campiña muy fértil, apta para la ganadería y para el cultivo de toda suerte de frutas, sobre todo guayaba y mango. Hay aldeas soñolientas en la ruta, que obviamente todavía no han recibido el torbellino del turismo intensivo que se observa en otras partes del país. Pero después se pasa por Tambor, un poblado de pescadores esparcido junto a la amplia playa del mismo nombre en la Bahía Ballena. Más adelante, se llega al pueblo de mayor comercio de la zona, Cóbano, donde uno puede saborear un ceviche y un “casado” de corvina con arroz, frijoles y plátano frito, antes de seguir hacia la costa. Avanzando unos diez kilómetros en dirección sur, se desciende a un pequeño paraíso.

Montezuma
Montezuma es poco más que un caserío, a lo largo de una playa bastante atractiva. Lo que distingue a este lugar, no obstante, no es la playa en sí ni la arquitectura, de perfil bajo y modesto, de sus pocos hoteles o negocios, sino su estupenda ubicación, emparedado entre el mar y unas colinas escarpadas cubiertas de vegetación portentosamente verde.

Asimismo, lo que ofrece al visitante. Supuestamente “descubierto” en los años setenta por hippies estadounidenses, el ambiente que se respira en este pueblo es de un hedonismo inevitable. Los jóvenes turistas deambulan descalzos por la calle, unos descamisados, otros en ropa de baño, todos sin prisa, sin presión alguna; o se sirven cervezas “imperiales” o bebidas más estimulantes, entre música rock o tropical, en los dos o tres bares del pueblo; o se les ve sentados en las aceras, pasándose cigarrillos “aromáticos” entre ellos, sin temor al qué dirán ni por supuesto a la policía, que seguramente tiene tareas de más monta en otros lugares de la península. En ninguna de nuestras visitas a Montezuma y sus alrededores vimos un solo gendarme en varios kilómetros a la redonda.

En el pueblo viven pintores, músicos, joyeros, expertos o aficionados a las artes curativas y meditativas de todo tipo. El modo favorito de transportación local son los cuadriciclos, ingeniosamente habilitados para cargar verduras, pan fresco, etc., y todo sin el estorbo de yelmos o cinturones de seguridad, lo cual quizás podría llamar la atención de algún turista nórdico tradicional.

En Montezuma, los visitantes más maduros y quizás menos interesados en distracciones de humo, acuden a las galerías, tiendas de ropa, joyerías o centros de yoga o meditación y, a la hora del almuerzo o la comida, se acercan a alguno de los buenos restaurantes que hay ahí y pueden escoger entre cocina italiana, suiza, asiática, mediterránea, vegetariana, etc. y acompañar la comida con buenos vinos europeos, californianos o chilenos, o con té chino, café turco o hierba mate. Nos informamos de que la dueña del restaurante orgánico en que comimos es turca; de que el gerente de la tratoría al aire libre junto a la playa es italiano, desde luego; de que el señor mayor que está tocando guitarra, acompañado de una nicoyense jovencita, frente al mostrador de su hotel, es de Grecia (en ese hospedaje nos quedamos en nuestro primer viaje, y casi que compartimos la estadía con familias de monos aulladores que nos despertaban a las cinco de la mañana con sus rugidos de león y con el estrépito de los mangos que echaban desde las copas de los árboles sobre los bungalós de techo de zinc); también nos enteramos de que la señora que, para “recuperar su libertad”, quería vender su hotel boutique (donde nos alojamos en la segunda visita y donde también hacían de las suyas los monos aulladores y cariblancos), es de Alemania, adonde ya no quiere regresar.

Todos ellos llegaron de tierras lejanas a Montezuma y se enamoraron del lugar y decidieron quedarse. Quizás añoren sitios de rica historia y cultura, como Heidelberg, Florencia, Estambul o Atenas, y campiñas de especial hermosura como Bavaria, Umbría o Toscana, y tal vez carreteras y puentes modernos y bien mantenidos, pero éste es ahora su mundo. Dicen que algunos de los nuevos empresarios fueron en su momento aventureros hippies a carta cabal. No aspiran a hacerse ricos, sino a tener los suficientes ingresos para seguir disfrutando Montezuma, este pueblito encantador de la zona tórrida que, ojalá, no tenga el mismo destino adverso que otros lugares turísticos de Costa Rica que perdieron su primitivo encanto ya hace rato.

En las cercanías de Montezuma hay unas cataratas muy llamativas. El camino de acceso es bastante escabroso, y aun así mucha gente va a ese lugar. Las cascadas caen por entregas, creando pequeñas albercas entre una y otra. Allí vimos cómo algunos jóvenes, de apariencia anglosajona se lanzaban desde las ramas de los árboles de la ribera a la poza principal o tomaban el sol sobre las rocas de los bordes. Inclusive se veían niños jugueteando en las orillas. Era una escena genuinamente bucólica, que sin duda acrecentaba el atractivo de esa región.



Ostional
Años antes, durante la “temporada verde”, o sea la época lluviosa (de junio a octubre), hicimos una primera excursión a la Península de Nicoya, pero aquella vez sin entrar a Montezuma. En esa oportunidad nos acompañaba una amiga española, una petisa de armas tomar. Comenzamos la expedición en San José en un vehículo tipo Jeep, que embarcamos en el transbordador en Puntarenas, para la travesía hasta Paquera. Atravesamos la península por la carretera ya mencionada, pero el camino era sólo de terracería entonces. Pernoctamos en un pequeño lugar junto a la playa, llamado pintorescamente Malpaís.

En aquella época Malpaís era apenas un punto en el mapa; hoy es un destino turístico de surfeadores, que ha atraído a grandes inversionistas extranjeros.




Seguimos nuestro recorrido, temprano por la mañana, con pleno sol, rumbo a la playa Ostional, unos 80 kilómetros al norte, donde mis acompañantes querían ver desovar tortugas. Los lugareños nos aseguraban que, a pesar de que había llovido mucho, nuestro Jeep era lo suficientemente fuertepara llevarnos por esos caminos de lodo y para cruzar los dos riachuelos que encontraríamos en la ruta. Mis dos copilotos conversaban animadamente y por momentos admiraban la lozana y densa vegetación y los ocasionales monos aulladores y capuchinos que brincaban entre las ramas de los frondosos árboles, mientras yo conducía muy concentrado tratando de sortear huecos y vacas, y de evitar que el carro patinara. Al rato, vimos, montados a pelo sobre un caballo blanco, dos pipiolos uniformados, cada cual con su mochila escolar a la espalda. Detuvimos nuestro carro, y ellos su corcel. Conversamos unos minutos con esos futuros vaqueros o abogados, nos tomamos una fotografía con ellos, y seguimos adelante por ese camino de escasísimo tráfico vehicular.

Cuando llegamos al primer riachuelo, nos encontramos con un río maduro, de unos veinte metros de ancho, el río Ario, que a primera vista parecía intransitable. Esperamos a que llegara otro auto, y después de hablar con el conductor y observarlo esguazar el río, nos lanzamos y, sin detener la marcha o cambiar de velocidad, arribamos airosos a la otra orilla. Vino poco después el otro riachuelo, que también era un río a toda regla, el Caño Seco, y así por el estilo, hasta cuatro más: río Bongo, río Jabillo, río Bejuco, río Ora. Antes de intentar cruzar cada uno de esos ríos, opté por pedirle a la joven de ultramar que se adentrara en el vado para determinar qué tan profundo era, pensando que si el agua le llegaba máximo hasta el arranque de sus minúsculos shorts, entonces tendríamos luz verde, si no patente de corso, para acometer la travesía. Ella no desdeñó el pedido; al contrario, se mostraba fascinada de poder enriquecer la aventura de esa manera –de paso que así se aliviaba un poco del calor– y decía una y otra vez que una hazaña de esa naturaleza no había tenido nunca en su vida. En hora buena que sólo después nos enteramos de que en algunos de esos ríos habitan cocodrilos, y de buen tamaño; de lo contrario, ni la petisa ni nadie se habría atrevido a entrar a pie en esas aguas.

El cruce del último río fue el más azaroso, pues la hondura del vado era mayor y en cierto punto el Jeep comenzó a ser llevado por la corriente, hacia el mar, que se oía bramar acompasadamente no muy lejos de ahí, hasta que por fin las llantas tocaron una plataforma rocosa menos profunda y, con la firme y salvadora tracción, pudimos avanzar hacia el otro lado y llegar a una rampa de lodo y cascajo, que logramos superar con menos dificultad. Desde el otro lado, miramos el río de la proeza y la densa vegetación circundante. ¡Tanta agua, tanto verdor! Recordé entonces al gran humanista Andrés Bello, que en una célebre silva alabó las fértiles tierras tropicales –regalo de una Naturaleza esmeradamente bondadosa– y sus sabrosos frutos: la ambrosía del ananá, la dulce carga que agobia a la mata del banano…

Después de las obligadas fotografías, seguimos adelante, hacia Ostional. Llovía ya. Sol por la mañana, lluvia por la tarde: la fecundadora rutina del trópico. Arribamos de noche a nuestro destino, y fuimos directamente a una casa que habíamos alquilado de antemano, basándonos sólo en fotografías, donde nos esperaba, tendida cuan larga era sobre una viga de la entrada, como un enorme dintel, ¡una boa feliz! Ni qué decir tiene que hubo que pasar la noche en otro lugar, pero eso sí con un ojo a las vigas. Ver desovar tortugas de noche en la arena de la playa, que había sido el propósito original del paseo, se convirtió de repente en una aventura de
tercer orden.