Péguele al joven

Daniel Marquez Soares

Los ecuatorianos nos juzgamos personas correctas, de principios, “con valores”. No obstante, ninguno logra explicar cómo, si somos tan honestos y virtuosos, terminamos levantando esta sociedad atiborrada de ladrones, parásitos y abusadores (como se ve en las cifras de productividad, corrupción, innovación, violencia sexual y familiar, o, si a uno no le gusta la estadística, en el día a día).

Los sucesos recientes en el Colegio Mejía ilustran lo torcida que tenemos nuestra brújula moral. Un inspector, a vista de muchos, castiga físicamente a unos cuántos adolescentes por no cumplir satisfactoriamente lo que se espera de ellos. Las autoridades gubernamentales, al ver una filmación del hecho, sancionan al sujeto. Curiosamente, se producen manifestaciones y expresiones de apoyo al inspector, estelarizadas por alumnos, exalumnos y padres de familia.

El inspector no era un sádico aislado ni ese ligero, casi ritual, castigo físico algo fuera de lo común. Era un funcionario de un sistema que sabía de sus procederes, los aprobaba y los aplaudía (como las manifestaciones espontáneas lo demuestran). Quienes lo defienden no ven en él a un abusivo que, amparado en la seguridad de su cargo, atenta contra la integridad física y humilla, sin propósito, a adolescentes que nada pueden hacer para defenderse. Ven en él a un educador, a alguien que les hace un bien a esos débiles, alejándolos, por medio del escarmiento y la vergüenza, del mal camino.

Hemos creído que la violencia, el dolor y el miedo ayudan a alejar al prójimo del mal y que, por lo tanto, un poderoso debe instaurar la virtud a palazos. Tras siglos de eso, terminamos aprendiendo lecciones muy diferentes: cualquier cosa, aun si mala, se vuelve buena si es que está respaldada por la fuerza; la bondad de una acción no se juzga según sus consecuencias a largo plazo, sino según la opinión de quien tenga el poder en ese momento.

Por eso no nos importa que los hechos y los resultados nos muestren que no somos más que un pueblo codicioso y despiadado. Como siempre hemos hecho obedientemente lo que el sistema dicta, incluido apalear gente que no nos ha hecho nada, creemos que somos gente buena, “de valores”.

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