¿Por qué se agredió a los migrantes?

HOGUERA. Varias pertenencias de migrantes fueron quemadas en las calles de la ciudad.
HOGUERA. Varias pertenencias de migrantes fueron quemadas en las calles de la ciudad.

La docente e investigadora Alfonsina Andrade analiza el comportamiento de las turbas violentas que se tomaron Ibarra hace un mes.

Redacción IBARRA

Después del femicidio ocurrido el sábado 19 de enero, varias personas reaccionaron de manera agresiva. Fueron a hoteles y residencias para sacar a las personas que pernoctaban en esas moradas. Pero, ¿cuáles eran sus motivos?

Para la antropóloga Alfonsina Andrade, este tema no se lo puede ver como un hecho aislado ni desde un solo punto de vista. Se lo debe abarcar en un contexto mucho más amplio porque está naturalizada la violencia en toda la sociedad.

“Este hecho tal vez fue un desencadenante de la impotencia que la gente siente frente a una serie de circunstancias”, menciona. Asesinatos, robos, agresiones, peleas, se dan constantemente en la urbe y la población cree que no pasa nada, nadie actúa. “Ahí consideramos que podemos tomar la justicia en nuestras propias manos”.

Migrantes

En Ecuador hay migración interna y externa. A los brotes de odio entre zonas de un mismo territorio son conocidas como regionalismo y a los de carácter internacional como xenofobia.

¿Por qué ciertas personas rechazan al forastero? Andrade dice que estos hechos se dan porque el desconocido es con quien no nos identificamos. Contra el existe desconfianza. Es un completo anónimo. “Desde la escuela nos repiten que tengamos cuidado con los extraños. Nos pueden hacer daño. Tienen actitudes incorrectas”, agrega.

Sumado al hecho de que hay un sentimiento de competencia. Una lucha por tener privilegios en salud, educación o trabajo por parte del local, causa más rivalidad. “Todo lo extraño causa miedo y ocasiona un rechazo constante”, explica Andrade. (PTEG)

Diario La Hora recoge testimonios de las personas que fueron víctimas de xenofobia, los ciudadanos que por la difícil situación por la que atraviesa su país, Venezuela, tuvieron que migrar y llegaron a Ibarra.

Kevin Peraza. 25 años. Se escondió en un hueco para sobrevivir

Esa noche me quedé con una amiga en el centro. Cuando una vecina llegó corriendo, le comentó a la dueña de casa: “Si usted tiene venezolanos sáquelos porque vienen a matarlos”. No podíamos irnos. Estábamos cercados. Si nos veían con las maletas en la calle, nos linchaban.

Un amigo ecuatoriano nos llevó a un agujero que estaba en la pared del patio de la casa. Lo abrió diciendo: “Métanse”. Una mujer embarazada, un bebé y seis personas más ingresamos ahí. Con un zinc nos tapó. La niña recién nacida lloraba.

Entramos a las 19:30. Cinco horas pasamos metidos en un hueco para sobrevivir. Cada tanto, empujábamos el zinc para que entre aire. Y a ratos pensaba en el loco que ocasionó esto. Yo lo conocí. Él pasaba todos los días por donde vendo chocolates. Me veía siempre, hasta que una tarde se acercó a conversar conmigo. “Aquí tengo a mi esposa y un negocio de empanadas”, me dijo y me prometió que me regalaría unas cuantas.

De repente regresó con su ofrecimiento, también me dieron una gaseosa. ¡Qué iba a saber yo que pasarían todas esas cosas!

Cuando salimos del agujero era cerca de la medianoche. Habían quemado las cosas de mis amigos. Descansé unas horas y al mediodía siguiente me fui a mi casa en Azaya. Pasé encerrado cuatro días sin poder trabajar. Un vecino ecuatoriano me dio cinco dólares y me dijo: “Ve a comprar tus chocolates a ver cómo te va”. Ahí me motivo y volví al semáforo a trabajar.

Wendy Jiménez. 30 años. Perdió el trabajo por su nacionalidad

Cerca de las 19:30 rompieron la puerta de la casa y se metieron. Gracias a los dueños de casa, no lograron llegar hasta donde nosotros.

Desde la calle y las gradas gritaban insultos y tiraban objetos. Rompieron la ventana con pedradas. Y dañaron la barandilla de las gradas.

Eran como 40 personas. Traían palos y galones de gasolina. Yo dije: “¡Ay, Dios mío, me voy a morir tan lejos! Por suerte no recibí golpes. Llevo siete meses aquí. Ahorré y me compré mis cosas. Y todo lo quemaron ese día o se lo robaron. La ropa, la colchoneta, la cocina y la bombona de gas. Lo único que me quedó de documentos fue una copia de la cédula, porque la tenía la dueña de casa.

Pasé toda la semana encerrada. Los vecinos ecuatorianos nos compraban azúcar o arroz para no morirnos de hambre. Ellos nos ayudaban con la comida.

Pasados esos días, fui a mi trabajó. Daba mantenimiento en una casa. Pero cuando llegué me despidieron. Desde ese día he buscado trabajo, pero por mi nacionalidad no me dan.

Wilfredo Torrealba. 28 años. Se quedó sin trabajo y sin documentos

Un carro blanco se paró al frente y empezó a grabarnos. Nos gritaban cosas.

Nos metimos dentro del patio de la casa y desde dentro sosteníamos la puerta entre seis personas. Nos abrieron los cuartos y lo quemaron todo. A mí se me perdió ropa, cédula, carta andina, colchón, sábanas.

Dentro de la casa, me trepé a una pared de seis metros. Si entraba la marcha, brincaba. Un vecino con sus cuatro niños hizo lo mismo. Pero no lograron ingresar.

Duré ocho días encerrado en la residencia. Por dormir en el piso y el estrés me brotó una “piquiña”. Por suerte, los vecinos nos ayudaron con la comida. Pero al inicio, cuando tocaban la puerta, yo corría a esconderme o a atrancar la puerta.

Después de ese tiempo fui al restaurante donde trabajaba y me despidieron. Ahora estoy buscando trabajo, pero sin cédula ni papeles es duro. Apenas salgo a la calle, inmigración me para. Me piden documentos. Yo les explico el caso y me dicen que ese no es su problema.

Walesca Hernández. 24 años. Perdió el trabajo por su nacionalidad

Yo estaba en casa con mi vecina y su bebé de siete días de nacido. A eso de las 20:00, se vino el mar de gente. Traían palos, piedras, garrafas de gasolina, tubos.

Partieron la cerradura de la puerta principal. Lanzaron piedras a las ventanas. Rompieron vidrios. Decían que nos iban a matar. Y nosotras asustadas por el niño. No sabíamos si le iban a hacer daño.

La dueña de casa nos encerró con candado la puerta. Cuando la marcha entró a la residencia, llegó hasta la escalera. Y, gracias a Dios, el esposo de la señora los encaró. Nosotras estábamos escondidas, con las luces apagadas.

Fue muy desagradable. Estábamos asustadas. Pásanos cuatro días encerrados, sin poder laborar. Cuando salí, fui a mi trabajo en un restaurante, era mesara. Pero me despidieron.

Mi esposo vende en la calle. A los cuatro días salí con él a ofertar arepas. Por suerte, muchas personas que nos conocían se acercaron. Saben que no somos personas de mal. Mi marido sigue en el negocio y yo continúo en busca de empleo.