Decepción y vergüenza

Carlos Freile

Me uno al coro de desilusionados surgidos a raíz de los amargos acontecimientos de los días pasados. Siento decepción y vergüenza por el conjunto de autoridades que no supieron proteger a la mayoría de ecuatorianos de los ataques de minorías delincuenciales.

Decepción y vergüenza por la impavidez de esas autoridades frente a los groseros insultos de un patán al Presidente de la República, insultos que, en primer lugar conllevan ofensas tipificadas como “delito de odio” en nuestras leyes y, en segundo, también se encuadran en el delito de llamado a la subversión.

Decepción y vergüenza frente a las turbas saqueadoras y destructoras de empresas productivas y fuentes de trabajo para los estratos pobres de la población. Decepción y vergüenza al constatar la notoria ausencia de dirigentes de las protestas dispuestos a frenar esos desmanes.

Decepción y vergüenza frente al lastimoso estado del Centro Histórico de Quito y frente a la indiferencia de dirigentes gremiales que miran para otro lado y no se responsabilizan de esos actos; pero también frente a las autoridades competentes que no han iniciado juicios contra actores, cómplices y encubridores de todos los actos delictivos cometido en los días aciagos de las protestas.

Decepción y vergüenza frente a la manera en que se llevó el insufrible diálogo para supuestamente llegar a acuerdos, sin un auténtico moderador, sin reglas claras, sin respeto a los 90% de ecuatorianos cuyos representantes no estaban sentados a la mesa.

Decepción y vergüenza por ciertas argumentaciones que no solo lindaban en lo pueril sino que daban a entender que para ciertos líderes todos los demás somos una caterva de ignorantes. A esos sentimientos reiterados solo puedo añadir otros dos: indignación y tristeza, pues el país ha quedado en condición de rehén, sin Fuerza Pública que lo defienda, sin institucionalidad, pues en cualquier momento puede reventar otro trágico chantaje.

Sobre la sui géneris mediación de los obispos católicos y del funcionario de las Naciones Unidas prefiero tender un misericordioso manto de silencio.

[email protected]

Carlos Freile

Me uno al coro de desilusionados surgidos a raíz de los amargos acontecimientos de los días pasados. Siento decepción y vergüenza por el conjunto de autoridades que no supieron proteger a la mayoría de ecuatorianos de los ataques de minorías delincuenciales.

Decepción y vergüenza por la impavidez de esas autoridades frente a los groseros insultos de un patán al Presidente de la República, insultos que, en primer lugar conllevan ofensas tipificadas como “delito de odio” en nuestras leyes y, en segundo, también se encuadran en el delito de llamado a la subversión.

Decepción y vergüenza frente a las turbas saqueadoras y destructoras de empresas productivas y fuentes de trabajo para los estratos pobres de la población. Decepción y vergüenza al constatar la notoria ausencia de dirigentes de las protestas dispuestos a frenar esos desmanes.

Decepción y vergüenza frente al lastimoso estado del Centro Histórico de Quito y frente a la indiferencia de dirigentes gremiales que miran para otro lado y no se responsabilizan de esos actos; pero también frente a las autoridades competentes que no han iniciado juicios contra actores, cómplices y encubridores de todos los actos delictivos cometido en los días aciagos de las protestas.

Decepción y vergüenza frente a la manera en que se llevó el insufrible diálogo para supuestamente llegar a acuerdos, sin un auténtico moderador, sin reglas claras, sin respeto a los 90% de ecuatorianos cuyos representantes no estaban sentados a la mesa.

Decepción y vergüenza por ciertas argumentaciones que no solo lindaban en lo pueril sino que daban a entender que para ciertos líderes todos los demás somos una caterva de ignorantes. A esos sentimientos reiterados solo puedo añadir otros dos: indignación y tristeza, pues el país ha quedado en condición de rehén, sin Fuerza Pública que lo defienda, sin institucionalidad, pues en cualquier momento puede reventar otro trágico chantaje.

Sobre la sui géneris mediación de los obispos católicos y del funcionario de las Naciones Unidas prefiero tender un misericordioso manto de silencio.

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Carlos Freile

Me uno al coro de desilusionados surgidos a raíz de los amargos acontecimientos de los días pasados. Siento decepción y vergüenza por el conjunto de autoridades que no supieron proteger a la mayoría de ecuatorianos de los ataques de minorías delincuenciales.

Decepción y vergüenza por la impavidez de esas autoridades frente a los groseros insultos de un patán al Presidente de la República, insultos que, en primer lugar conllevan ofensas tipificadas como “delito de odio” en nuestras leyes y, en segundo, también se encuadran en el delito de llamado a la subversión.

Decepción y vergüenza frente a las turbas saqueadoras y destructoras de empresas productivas y fuentes de trabajo para los estratos pobres de la población. Decepción y vergüenza al constatar la notoria ausencia de dirigentes de las protestas dispuestos a frenar esos desmanes.

Decepción y vergüenza frente al lastimoso estado del Centro Histórico de Quito y frente a la indiferencia de dirigentes gremiales que miran para otro lado y no se responsabilizan de esos actos; pero también frente a las autoridades competentes que no han iniciado juicios contra actores, cómplices y encubridores de todos los actos delictivos cometido en los días aciagos de las protestas.

Decepción y vergüenza frente a la manera en que se llevó el insufrible diálogo para supuestamente llegar a acuerdos, sin un auténtico moderador, sin reglas claras, sin respeto a los 90% de ecuatorianos cuyos representantes no estaban sentados a la mesa.

Decepción y vergüenza por ciertas argumentaciones que no solo lindaban en lo pueril sino que daban a entender que para ciertos líderes todos los demás somos una caterva de ignorantes. A esos sentimientos reiterados solo puedo añadir otros dos: indignación y tristeza, pues el país ha quedado en condición de rehén, sin Fuerza Pública que lo defienda, sin institucionalidad, pues en cualquier momento puede reventar otro trágico chantaje.

Sobre la sui géneris mediación de los obispos católicos y del funcionario de las Naciones Unidas prefiero tender un misericordioso manto de silencio.

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Carlos Freile

Me uno al coro de desilusionados surgidos a raíz de los amargos acontecimientos de los días pasados. Siento decepción y vergüenza por el conjunto de autoridades que no supieron proteger a la mayoría de ecuatorianos de los ataques de minorías delincuenciales.

Decepción y vergüenza por la impavidez de esas autoridades frente a los groseros insultos de un patán al Presidente de la República, insultos que, en primer lugar conllevan ofensas tipificadas como “delito de odio” en nuestras leyes y, en segundo, también se encuadran en el delito de llamado a la subversión.

Decepción y vergüenza frente a las turbas saqueadoras y destructoras de empresas productivas y fuentes de trabajo para los estratos pobres de la población. Decepción y vergüenza al constatar la notoria ausencia de dirigentes de las protestas dispuestos a frenar esos desmanes.

Decepción y vergüenza frente al lastimoso estado del Centro Histórico de Quito y frente a la indiferencia de dirigentes gremiales que miran para otro lado y no se responsabilizan de esos actos; pero también frente a las autoridades competentes que no han iniciado juicios contra actores, cómplices y encubridores de todos los actos delictivos cometido en los días aciagos de las protestas.

Decepción y vergüenza frente a la manera en que se llevó el insufrible diálogo para supuestamente llegar a acuerdos, sin un auténtico moderador, sin reglas claras, sin respeto a los 90% de ecuatorianos cuyos representantes no estaban sentados a la mesa.

Decepción y vergüenza por ciertas argumentaciones que no solo lindaban en lo pueril sino que daban a entender que para ciertos líderes todos los demás somos una caterva de ignorantes. A esos sentimientos reiterados solo puedo añadir otros dos: indignación y tristeza, pues el país ha quedado en condición de rehén, sin Fuerza Pública que lo defienda, sin institucionalidad, pues en cualquier momento puede reventar otro trágico chantaje.

Sobre la sui géneris mediación de los obispos católicos y del funcionario de las Naciones Unidas prefiero tender un misericordioso manto de silencio.

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