Violentamente buenos

Manuel Castro M.

De pronto nos volvemos emocionalmente envidiosos o aspirantes a malos. Me refiero a los políticos, analistas y por cierto a los denominados “energúmenos preopinantes” para los cuales todo debe ser cambio con violencia, tanto de estructuras como de pensamientos, gente que convierte en religión todo lo que piensa o “lo que han dado pensando” (marxistas, fascistas, socialistas radicales, anarquistas, fanáticos religiosos, feministas obsesivos).

No somos tan buenos, a momentos somos malos (Hannah Arendt, judía, en una especie de explicación del Holocausto). Nos gusta, con cualquier pretexto, la guerra, la asonada, el tumbar gobiernos, cumplir órdenes hasta criminales. Y levantamos monumentos a Hitler, Stalin, Lenin, Castro, Chávez, Trujillo, Somoza y Che Guevara, a pesar del dolor y de los crímenes que han causado en sus países y el mundo. Luego, por cierto, los derrocamos, pues nos damos cuenta como dicen los Proverbios: “Que mala cosa es la guerra, que mata a los hombres buenos y deja vivos a los malos”.

En Latinoamérica, por cualquier causa nos entusiasmamos por la violencia, apoyados en el “pueblo”. En Ecuador no nos quedamos atrás en la acción (hubo en octubre pasado) o en “sesudos análisis”. Por ejemplo una distinguida articulista (5 de diciembre de 2019, el Comercio) cree que “es hora de una protesta nacional como la que vivió Chile” y que un lector repite: “Es momento de que nuestro pueblo ecuatoriano se levante…”. Solo son azuzamientos, pero la realidad, por ejemplo en Chile, es que se ha mitigado tal violencia privilegiando el bien del país.

Mario Mendoza, escritor colombiano, que lanzó en Ecuador su novela “Akelarre”, dice: “El mal está en todos nosotros”, no afuera, y que nos no pongamos en el papel de “buenos”. Explica, según él, y no está lejos de la realidad, que el origen de la violencia es la distancia entre los que tienen y los que no tienen. Por supuesto no da soluciones, de allí viene la demagogia del populismo. Necesitamos una visión fresca: recordar que no ha habido monstruo (como el Guasón), que no haya sido vehículo de ideas revolucionarias.

[email protected]

Manuel Castro M.

De pronto nos volvemos emocionalmente envidiosos o aspirantes a malos. Me refiero a los políticos, analistas y por cierto a los denominados “energúmenos preopinantes” para los cuales todo debe ser cambio con violencia, tanto de estructuras como de pensamientos, gente que convierte en religión todo lo que piensa o “lo que han dado pensando” (marxistas, fascistas, socialistas radicales, anarquistas, fanáticos religiosos, feministas obsesivos).

No somos tan buenos, a momentos somos malos (Hannah Arendt, judía, en una especie de explicación del Holocausto). Nos gusta, con cualquier pretexto, la guerra, la asonada, el tumbar gobiernos, cumplir órdenes hasta criminales. Y levantamos monumentos a Hitler, Stalin, Lenin, Castro, Chávez, Trujillo, Somoza y Che Guevara, a pesar del dolor y de los crímenes que han causado en sus países y el mundo. Luego, por cierto, los derrocamos, pues nos damos cuenta como dicen los Proverbios: “Que mala cosa es la guerra, que mata a los hombres buenos y deja vivos a los malos”.

En Latinoamérica, por cualquier causa nos entusiasmamos por la violencia, apoyados en el “pueblo”. En Ecuador no nos quedamos atrás en la acción (hubo en octubre pasado) o en “sesudos análisis”. Por ejemplo una distinguida articulista (5 de diciembre de 2019, el Comercio) cree que “es hora de una protesta nacional como la que vivió Chile” y que un lector repite: “Es momento de que nuestro pueblo ecuatoriano se levante…”. Solo son azuzamientos, pero la realidad, por ejemplo en Chile, es que se ha mitigado tal violencia privilegiando el bien del país.

Mario Mendoza, escritor colombiano, que lanzó en Ecuador su novela “Akelarre”, dice: “El mal está en todos nosotros”, no afuera, y que nos no pongamos en el papel de “buenos”. Explica, según él, y no está lejos de la realidad, que el origen de la violencia es la distancia entre los que tienen y los que no tienen. Por supuesto no da soluciones, de allí viene la demagogia del populismo. Necesitamos una visión fresca: recordar que no ha habido monstruo (como el Guasón), que no haya sido vehículo de ideas revolucionarias.

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Manuel Castro M.

De pronto nos volvemos emocionalmente envidiosos o aspirantes a malos. Me refiero a los políticos, analistas y por cierto a los denominados “energúmenos preopinantes” para los cuales todo debe ser cambio con violencia, tanto de estructuras como de pensamientos, gente que convierte en religión todo lo que piensa o “lo que han dado pensando” (marxistas, fascistas, socialistas radicales, anarquistas, fanáticos religiosos, feministas obsesivos).

No somos tan buenos, a momentos somos malos (Hannah Arendt, judía, en una especie de explicación del Holocausto). Nos gusta, con cualquier pretexto, la guerra, la asonada, el tumbar gobiernos, cumplir órdenes hasta criminales. Y levantamos monumentos a Hitler, Stalin, Lenin, Castro, Chávez, Trujillo, Somoza y Che Guevara, a pesar del dolor y de los crímenes que han causado en sus países y el mundo. Luego, por cierto, los derrocamos, pues nos damos cuenta como dicen los Proverbios: “Que mala cosa es la guerra, que mata a los hombres buenos y deja vivos a los malos”.

En Latinoamérica, por cualquier causa nos entusiasmamos por la violencia, apoyados en el “pueblo”. En Ecuador no nos quedamos atrás en la acción (hubo en octubre pasado) o en “sesudos análisis”. Por ejemplo una distinguida articulista (5 de diciembre de 2019, el Comercio) cree que “es hora de una protesta nacional como la que vivió Chile” y que un lector repite: “Es momento de que nuestro pueblo ecuatoriano se levante…”. Solo son azuzamientos, pero la realidad, por ejemplo en Chile, es que se ha mitigado tal violencia privilegiando el bien del país.

Mario Mendoza, escritor colombiano, que lanzó en Ecuador su novela “Akelarre”, dice: “El mal está en todos nosotros”, no afuera, y que nos no pongamos en el papel de “buenos”. Explica, según él, y no está lejos de la realidad, que el origen de la violencia es la distancia entre los que tienen y los que no tienen. Por supuesto no da soluciones, de allí viene la demagogia del populismo. Necesitamos una visión fresca: recordar que no ha habido monstruo (como el Guasón), que no haya sido vehículo de ideas revolucionarias.

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Manuel Castro M.

De pronto nos volvemos emocionalmente envidiosos o aspirantes a malos. Me refiero a los políticos, analistas y por cierto a los denominados “energúmenos preopinantes” para los cuales todo debe ser cambio con violencia, tanto de estructuras como de pensamientos, gente que convierte en religión todo lo que piensa o “lo que han dado pensando” (marxistas, fascistas, socialistas radicales, anarquistas, fanáticos religiosos, feministas obsesivos).

No somos tan buenos, a momentos somos malos (Hannah Arendt, judía, en una especie de explicación del Holocausto). Nos gusta, con cualquier pretexto, la guerra, la asonada, el tumbar gobiernos, cumplir órdenes hasta criminales. Y levantamos monumentos a Hitler, Stalin, Lenin, Castro, Chávez, Trujillo, Somoza y Che Guevara, a pesar del dolor y de los crímenes que han causado en sus países y el mundo. Luego, por cierto, los derrocamos, pues nos damos cuenta como dicen los Proverbios: “Que mala cosa es la guerra, que mata a los hombres buenos y deja vivos a los malos”.

En Latinoamérica, por cualquier causa nos entusiasmamos por la violencia, apoyados en el “pueblo”. En Ecuador no nos quedamos atrás en la acción (hubo en octubre pasado) o en “sesudos análisis”. Por ejemplo una distinguida articulista (5 de diciembre de 2019, el Comercio) cree que “es hora de una protesta nacional como la que vivió Chile” y que un lector repite: “Es momento de que nuestro pueblo ecuatoriano se levante…”. Solo son azuzamientos, pero la realidad, por ejemplo en Chile, es que se ha mitigado tal violencia privilegiando el bien del país.

Mario Mendoza, escritor colombiano, que lanzó en Ecuador su novela “Akelarre”, dice: “El mal está en todos nosotros”, no afuera, y que nos no pongamos en el papel de “buenos”. Explica, según él, y no está lejos de la realidad, que el origen de la violencia es la distancia entre los que tienen y los que no tienen. Por supuesto no da soluciones, de allí viene la demagogia del populismo. Necesitamos una visión fresca: recordar que no ha habido monstruo (como el Guasón), que no haya sido vehículo de ideas revolucionarias.

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