Desastres

El jueves 19 de septiembre de 1985, un movimiento sísmico de 8.1 grados ocasionó zozobra, muerte y destrucción en la capital mexicana. La magnitud de este terremoto equivalió a la explosión de varias bombas nucleares, lo que generó la muerte de más de diez mil personas, la desaparición de cinco mil y el rescate de otras miles que estuvieron en riesgo de perecer atrapadas entre los no pocos escombros.

Frente a semejante evento, el gobierno y la población de México tomaron conciencia de la necesidad urgente de llevar a cabo acciones de prevención y protección, más aún en zonas de fallas tectónicas como aquellas donde se asienta esa metrópoli. Los resultados de las campañas permanentes emprendidas en este sentido pudieron apreciarse en el último y fuerte sismo, acontecido en el sur de la patria azteca, que provocó alertas de tsunami en varios países, entre ellos el nuestro.

Tres huracanes azotaron, también en estos últimos días, sectores de la cuenca atlántica, el Caribe y el Golfo de México. En la Florida y en su centro turístico de resonancia internacional, Miami, fuertes vientos e inundaciones produjeron daños no deseados; previamente se hizo la evacuación de millones de personas.

Estos fenómenos testimonian el real peligro de los desastres naturales, cuyos efectos son perjudiciales, en ocasiones devastadores y de difícil recuperación, sobre todo en sociedades ya golpeadas por la pobreza y otros males.

Ecuador, en abril del año anterior, sufrió un terremoto de 7,8 grados cuando aún no había olvidado la reactivación del Cotopaxi, que felizmente no prosperó. Estos señalamientos evidencian el latente y grave riesgo respecto a los fenómenos naturales, cuyas actividades de prevención deben ser constantes y responsablemente efectuadas.

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