Nadie sabe con certeza por qué la delincuencia se dispara en algunas épocas o países, o por qué disminuye de pronto y sin aviso. Hay varias teorías que suenan razonables, pero en todas ellas se puede citar más de una excepción. Lo único cierto es que es un fenómeno tan complejo que no se puede solucionar fácilmente ni de la noche a la mañana.

En la ciudad de Nueva York, por ejemplo, el crimen se disparó en las décadas de los 70 y 80 a niveles nunca antes vistos, pero luego, como por arte de magia, comenzó a descender desde el final de los 90. Ningún experto pudo prever tales fenómenos, que quizás estén relacionados más con aspectos demográficos que con la acción de las autoridades.

Asimismo, algunos países africanos pobres y desiguales son el infierno en cuanto a criminalidad, pero existen otros lugares similares, como los barrios marginales de El Cairo y otras ciudades de países musulmanes, donde la delincuencia común es relativamente rara.

Las olas delictivas son un fenómeno con tantas causas posibles que culpar al gobierno de turno es, aunque tentador, injusto. En el caso ecuatoriano, nadie puede negar que la delincuencia ha venido creciendo constantemente desde hace por lo menos 30 años, mucho antes de revoluciones y socialismos. Por eso, solo la impotencia, la pasión o la política pueden llevar a atribuir toda la responsabilidad a una persona o a un partido político.

Ello no significa, claro está, que los ciudadanos deban dejar de pedir al Gobierno que cumpla con su obligación de hacer algo para minimizar los efectos del problema, sobre todo habiendo tantas deficiencias en la justicia, la policía y las leyes.

Pero poner toda la culpa en manos del Presidente y exigirle soluciones mágicas no solo que es propio del más puro populismo, sino que también es bastante imprudente, pues se le entrega en bandeja un mandato para que se ocupe “en persona” del problema, con lo cual él puede justificar con facilidad –y algo de cinismo– una mayor concentración de poderes.

Eso es lo malo de hacer oposición a ciegas: que el tuerto siempre termina siendo el rey.

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