Ojalá estén mintiendo

Cuando los indígenas aparecen ante las cámaras explicando las reivindicaciones que persiguen y los motivos por los cuáles han decidido, una vez más, ‘levantarse’, uno siente un profundo anhelo de que estén mintiendo. Sería preferible, deseable, un verdadero alivio, que todo ese discurso fuera un engaño, una manipulación, una forma astuta de tomarle el pelo a los blancos y mestizos y aprovecharse de su complejo de culpa y su falta de coraje; de sacarles recursos, votos y puestos de poder.


Sería la regocijante evidencia de que los indígenas tienen artimañas tan mundanas, ambiciones tan bajas y miedos tan reales como los que tenemos el resto de ecuatorianos, que son tan vulgarmente humanos como todos nosotros.


Lo opuesto sería trágico. Si es que en verdad se han creído toda la pueril y pusilánime cantaleta de la Pacha Mama, de las limpias, la cosmovisión y la raza prístina que hippies extranjeros les han enseñado, significa que estamos frente a un desolador panorama en el que décadas de educación, creación de conciencia nacional, desarrollo económico y reivindicaciones legales no han podido evitar que un pueblo se aferre voluntariamente a la servidumbre.


La más burda explicación de por qué los españoles no aniquilaron a los indígenas de los Andes reza que fue porque necesitaban que trabajaran en su lugar, mientras ellos se entregaban a los placeres y vicios del ocio. Desde sembrar hasta matar, todo les dieron haciendo los indígenas a los amos.


En Ayacucho, Tarqui o en Sanacajas, soldados de sangre americana se mataron unos a otros, en defensa de los diferentes cuentos de diferentes patrones. Hoy, indígenas y activistas se agarran a garrotazos con policías y militantes que podrían ser sus primos, mientras, en restaurantes de lujo, delegados del Gobierno conversan en los mejores términos con los empresarios de la supuesta oposición. Ellos también podrían ser, seguramente son, primos.


Los blancos de hoy aplauden la “dignidad” con que, por enésima vez en su historia, los indígenas aceptan marchar cientos de kilómetros y dormir a la intemperie para defender sus propiedades y su sustento. Éstos últimos deberían ver, en los rostros de sus abuelos, cómo pagan los patrones a quienes bien les sirven.

[email protected]