La homosexualidad, la identidad más excluida / Vanguardia

Entre los tantos emigrantes que salen del país por claros motivos
económicos, hay una minoría sintomática que escoge irse por razones
existenciales. Son jóvenes guayaquileños, de niveles medios y acomodados,
que buscan otros mundos porque su estilo de vida alternativo no calza en una
ciudad todavía muy conservadora, rígida y poco tolerante.

Esta rigidez empieza, como en todo, en las relaciones familiares, que
responden a paradigmas patriarcales arcaicos. La autoridad vertical del
padre determina la vida del hijo, sus elecciones profesionales, sociales y
personales. Mientras más alto es el nivel, más necesario es que el hijo
Œcumpla¹. Por eso, los pocos Œjuniors¹ que logran pensar distinto, tienen
que luchar muy duro para conseguir cierta autonomía.

Muchos no lo logran. Si tienen una vocación profesional alternativa ‹la
música, el arte‹, deben doblegarla, convertirla en un hobby y dedicarse a
las actividades Œque cuentan¹. Un creativo publicitario argentino, recién
llegado a Guayaquil, se asombraba de encontrar la primera ciudad, en su
amplio nomadismo laboral, en la cual muchos jóvenes de situación acomodada
repiten la carrera de su padre y abuelo ‹abogado, médico o empresario‹, sin
cuestionárselo, y refugiados en la comodidad de contar con un negocio ya
instalado.

La lucha por una identidad propia no es una urgencia, porque se tiende a lo
uniforme. El habla, los gustos y estilos de vida, los conceptos sobre la
familia, el amor, el mundo, se reproducen en serie. Los jóvenes adoptan
ciertas modas, se afilian a ciertas tribus o tendencias pero en el fondo la
cosmovisión es la misma. La rebeldía sustentada, la vanguardia ideológica,
la búsqueda de nuevos patrones de vida ‹interrogantes fundamentales en
jóvenes alternativos de urbes cosmopolitas‹, no tienen cabida. Basta
visitarlas discotecas o bares Œtop¹: mujeres y hombres vestidos de la misma
manera según la moda de turno, se mueven en hordas; donde están unos, tienen
que estar todos. La clásica pregunta del que ha salido del círculo algún
tiempo es: Œ¿y dónde farrea la gente ahora?¹ Hay una sola respuesta: la
discoteca de moda es siempre una.

Esta reproducción en serie de las identidades tiene, por supuesto, un precio
muy alto: mutilar lo diferente. Y los que no pueden encajar en el patrón se
vuelven verdaderos outsiders. Pero de todas las transgresiones posibles, la
homosexualidad es la más extrema, porque no sólo atenta contra la familia
patriarcal o la identidad social hegemónica, sino contra la vivencia
dogmática de la religión. Ser homosexual implica ser juzgado, segregado y
aun castigado.

Los padres llegan hasta a golpear físicamente a sus hijos o a repudiarlos.
La sociedad los ve como personas que tienen un problema, en el mejor de los
casos; o como inmorales y enfermos, en el peor. De esta visión participan
siquiatras y sicólogos renombrados. Hace unos meses, un sicólogo que da
consejos familiares en un programa de la mañana, declaró que este Œmal¹
podía ser Œcurado¹, y ofreció tips a los padres.

¿Qué puede hacer en Guayaquil un o una joven gay que busca la aceptación y
el éxito social, y el respeto y la admiración de los otros? La marginación y
la vergüenza familiar son el primer escollo. No todos son Juan Sebastián
López, ganador de Gran Hermano, cuya popularidad mediática le ha significado
una cierta licencia social. La mayoría se ahoga aún dentro del clóset. Los
conocidos diseñadores homosexuales o las populares discotecas gays de la
nueva zona rosa, son sólo elementos del folclor. La discriminación más
ancestral y rotunda sigue siendo la norma. Ante la intolerancia, muchos
jóvenes gays o simplemente alternativos, emigran a urbes como Madrid o Nueva
York. Incluso Quito es una mejor opción. Guayaquil, que a partir de la
regeneración urbana se precia de ciudad modernizada, tiene aún mucho que
aprender. Porque la ciudadanía cosmopolita, tal y como hoy se concibe, a más
de promover la diversidad cultural y la pluralidad social, protege los
derechos sexuales y las identidades múltiples.