Pablo Ruiz Aguirre
En un mundo en que la palabra ha perdido su horizonte constructor y ha venido a constituirse en una herramienta de publicidad y de reconocimiento de elocuencia, es importante que todo orador, cualquier amante de la palabra, recuerde que sus cimientos más pulcros deben provenir del pensamiento humanista, progresista, a dogmático y asistemático en pos de la libertad, igualdad, fraternidad y justicia social; que acompañe en la formación de seres humanos conscientes del espacio donde se desarrollan y al mismo tiempo que llame a resistir cualquier imposición.
Una palabra que rechace su ejercicio en las paredes de concreto y reclame su desenvolvimiento en las calles, en los campos, en las plazas, en la academia, una palabra libre amante de la poesía de la vida y de la literatura del cosmos, una palabra heterogénea y diversificada, una palabra incluyente y democratizada, una palabra que se exprese en contra de toda violación a los derechos humanos, y principios del derecho internacional.
Una palabra que hermane a los oradores de la Patria Chica y Grande para unificar fuerzas en contra de procesos aniquiladores de la pasión y la razón. Una palabra internacionalista, que pretenda generar seres humanos preocupados y conocedores de la coyuntura local, nacional y mundial. Una palabra que rompa los esquemas de la educación tradicional y formal para pensar con independencia y locura filosófica, una palabra que se vaya más allá de los establecimientos e instrucciones y permita un intercambio de ideas, una palabra que pueda ser deletreada. Una palabra platónica, una palabra de Academia.
Recordemos pues, en palabras de Darío Ayala, que la oratoria y su palabra debe ser para nosotros, el sol que nace en el horizonte avizorando esperanza; el arcoiris que se confunde en los manantiales; el ave que trina y deleita el oído humano. La oratoria debe ser el cúmulo colosal de todas las manifestaciones artísticas. El medio por los que los hombres alcanzan el clímax de la existencia y lo elevan a la dignidad. (O)