‘Traiga la soga,

Patrón, que yo mismo me la pongo al cuello”. Eso es lo que muchos mandatarios, desubicados, esperan oír del pueblo, elemento imprescindible e insustituible, para sentirse grandes, endiosados e idolatrados. Sueño difícil de alcanzar y eso es lo que nos están pidiendo al querer nuestro apoyo en sus lamentos lacrimosos por la reelección indefinida y el fin de la dolarización.


El pueblo no puede convertirse en tirano legislando en 2015 para los que serían actores políticos dentro de los 5, 15 ó 300 años venideros. Pedir, en pleno siglo XXI, la reelección indefinida va contra la razón, los gobiernos de familia (especialmente los que se llaman revolucionarios y odian las monarquías constitucionales -vestigios de otros tiempos pasados) como los de Siria, Corea del Norte, hasta los intentos argentinos serán olvidados.


La peor suerte para un muerto es no tener ni siquiera quien lo recuerde. En nuestro país los que no han llegado a los 25 años difícilmente pueden recordar y menos entender lo que significaría salir de la dolarización, pero si usted ya llegó a los 30 y no tiene un respaldo de cientos de miles de dólares, debe recordar y hasta revivir los angustiosos últimos cinco años de soberanía monetaria.


De 1996 al 2000 los precios subían en ascensor y los sueldos por las escaleras. Si usted tenía dólares, podía darse una vida de rey porque cada dólar, de valor constante, equivalía a más y más sucres que no compraban nada, muchos gobernantes y teóricos políticos y economistas adoran la devaluación. Para qué elevar los impuestos que crean protestas sociales, si con un decreto de devaluación le sacan la quinta, la cuarta o la tercera parte de sus fondos, no le cobran legalmente, lo atracan imperialmente.


Por mis dudas existenciales no he opinado sobre la visita del Papa Francisco. No han pasado dos meses y la burbuja de paz estalló y como adicto en recuperación le volvieron las fieras ansias de una última dosis. No fueron suficientes los insultos al pueblo (los indígenas también son pueblo) tenían que meterse con la Iglesia, que desgraciadamente permaneció callada en los salvajes desalojos de Monte Sinaí.

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