Sally Yates

Ser abogado implica abrazar para toda la vida el anhelo de justicia a través del derecho. Actuar como litigante, juez, fiscal, asesor, consultor, etc., presentará siempre los mismos retos: entender con honestidad el espíritu de la ley, comprender el alcance de la jurisprudencia, aplicar la trascendencia de la costumbre y descifrar la precisión de la doctrina científica. Todo ello para ordenar y defender a la sociedad y a sus individuos del caos, de la impunidad y del abuso.

Un buen abogado, entre muchas cualidades necesarias para cumplir su misión, debe ser dueño de la suficiente personalidad y dignidad que le permita actuar con la convicción que su fuero interno y entender jurídico le dicte, enfrentando en muchos casos órdenes ilegales y ponzoñosas de superiores jerárquicos, incluso a costa de sus intereses.

Ángel Ossorio, en El Alma de la Toga, dice: “En el Abogado la rectitud de la conciencia es mil veces más importante que el tesoro de los conocimientos. Primero es ser bueno; luego, ser firme; después ser prudente; la ilustración viene en cuarto lugar; la pericia, en el último”.

Hay abogados que cumplen su rol con enorme dignidad, prefiriendo renunciar a sus puestos de trabajos o al caso asignado, antes que cumplir arbitrarias instrucciones contra el derecho y su conciencia. También hay de los otros, quienes, sin una onza de dignidad y toneladas de servilismo, impulsan acciones ilegítimas y pronuncian impresentables resoluciones.

Sally Yates, Fiscal General Interina de EEUU, pertenece al primer grupo de abogados dignos. Fue removida de sus altas funciones por no avalar la inconstitucional orden ejecutiva del Presidente Trump, de prohibir el ingreso al país del norte a personas provenientes de varios países de mayoría musulmana. Aquello constituye un luminoso ejemplo que dignifica al derecho y a los abogados. (O)