El insulto devaluado

Daniel Marquez Soares

En la época de los grandes insultadores de nuestra tradición literaria y periodística, el acceso a la prensa era algo sumamente restringido; por mucho que hubiese diferencias ideológicas o religiosas, periodistas, políticos y empresarios pertenecían a la misma minoría rectora y compartían los mismos códigos. Las diferencias que separaban a un periodista de su peor antagonista eran infinitamente menores a las que lo separaban de cualquier campesino u obrero.

Para acceder a esa posición privilegiada, la de poder amplificar sus opiniones y pensamientos en los medios de comunicación, los periodistas debían respetar desde sus orígenes ciertas reglas no escritas y demostrar su capacidad. Si es que alguien era capaz de alcanzar esa posición, a pesar de su debilidad por la injuria y la difamación, era porque, de verdad, tenía una habilidad extraordinaria para el oficio, algo que se observa de sobra en la historia de nuestra prensa, en la que la pluma envenenada suele ir siempre acompañada de un brillo inusual.

eran épocas en las que los insultos aún tenían peso. La gente aún se mataba por el honor y el qué dirán, y quien saltaba de las palabras a los insultos sabía que el agraviado podía saltar de los insultos a los estoques. En ese mundo endogámico en el que todos eran cercanos, insultar requería más valor, en tanto la víctima era conocida; también era algo admirado, en tanto la gente común vivía masticando su rabia, tragándose sus insultos, sin atreverse a dirigírselos a aquellos que detestaba.

Hoy, seamos sinceros, el insulto ha perdido su fuerza. Esa herramienta, que antes era patrimonio y privilegio de mentes brillantes, está ahora a disposición de cualquiera que tenga una cuenta en las redes sociales. Si antes el insulto era escaso y de valientes, hoy es lo más común del mundo y, curiosamente, por momentos parecería ser lo único que el ciudadano corriente politizado consigue aportar al debate público. Y, sobre todo, ya nadie se mata por ello; para insultar ya no hace falta una aceptación suicida de un porvenir incierto. Tal y como suele suceder con las modas, el plus se convirtió en algo vulgar y corriente.

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