Entre el miedo y la ambición

Fausto Jaramillo Y.

Cuentan que en cierta ocasión Joseph Stalin, el líder de la antigua Unión Soviética, pidió a uno de sus colaboradores que trajera a una sesión de gobierno un gallo vivo. El encargado lo hizo y en plena reunión, Stalin, tomando del cuello del ave, empezó a arrancar, una a una, las plumas del gallo. El dolor, para el ave, debe haber alcanzado niveles demenciales y su sufrimiento aún mayor al no poder huir de la tortura y no poder hacer nada para defenderse.

Luego de esa cruel acción, Stalin soltó al gallo, al tiempo que dejaba caer unos granos de maíz. Se levantó y caminando por la sala siguió dejando caer granos de maíz, mientras el ave le seguía, desnudo y sangrante, por la sala tratando de comer los pocos granos de maíz.

Stalin, entonces, explicó a sus colaboradores más cercanos que esa era la forma de gobernar un pueblo, pues, no importaba el dolor que podía causar las medidas tomadas desde el Kremlin, si paralelamente se dejaba caer míseras obras, el pueblo seguiría fielmente a su líder.

No estoy seguro de que la anécdota sea verdadera, tampoco si corresponde a Stalin, pero lo verdaderamente importante es la actitud de un tirano y la sumisión que puede invadir a un pueblo.

En primer lugar debemos reconocer que el miedo es paralizante. Cuando se amenaza, se persigue y en ocasiones se usa la violencia verbal o física, incluso la tortura y la muerte, el pueblo permanece absorto en su miseria y no se atreve a enfrentar al tirano. Si a eso se añade una dosis publicitaria de obras de relumbrón y se añade ciertas medidas falaces de mentiras y engaños en un fingido bienestar social, los resultados no pueden ser otros que la sumisión, en ocasiones total y absoluta, de grandes conglomerados sociales, a la voluntad del líder mesiánico, mientras éste sonríe sardónicamente de sus logros.

La historia está llena de ejemplos similares, basta recordar en el siglo XX a tiranos como el propio Stalin, a Hitler, a Mussolini, a Maozedong, Idi Amí Dada y Fidel Castro, como para temblar ante la posible veracidad de la anécdota.

La Educación, así con mayúsculas, es el único antídoto conocido contra este mal. El ciudadano educado, ilustrado no permite que vulneren sus derechos y opone su dignidad a comer las migajas que le arrojan desde el Poder.

No se sabe qué dijeron los asistentes a ese acto inhumano que contemplaron ese acto de barbarie, pero no es difícil adivinar que no habrán dicho o hecho nada, ni siquiera un ligero gesto de repudio moral, porque si lo hubieran hecho, habrían tenido que abandonar las mieles del poder y de la engañosa riqueza que todo tirano arroja a los suyos.