Nuestra parte de culpa

Los últimos acontecimientos me producen alegría, debo reconocerlo, y una profunda vergüenza. Alegría, mejor dicho cierta esperanza controlada porque al menos una de las piezas de este engranaje mafioso ha comenzado a oxidarse, aunque no podemos saber si de verdad se acabará haciendo justicia y amonestando a la corrupción impune y cínica de los últimos años. Vergüenza, porque un vicepresidente tras las rejas da cuenta de la clase de sociedad que somos, permisiva, sumisa y tan poco crítica que el honrado nos parece tonto, y la dignidad tan solo un adorno. Vergüenza porque sumado a la desfachatez y sinvergüencería infinitas de Glas y sus seguidores (bien podría decirse secuaces), el país ha tomado una posición pasiva, sin mucho asombro, nada que sobrepase el morbo pasajero de la noticia.

Nos hemos acostumbrado al autoritarismo, la corrupción, la desfachatez y hasta lo consideramos justificable. La impunidad nos parece lo más normal del mundo y cuando alguien quiere extendernos la mano, si acaso a alguien se le ocurre consultarnos algo, o actuar en consecuencia con esa idea lejana que es la democracia, no hacemos otra cosa que sorprendernos. Somos como un animal pisoteado que ante un gesto cariñoso se extraña, hasta se espanta. Hemos caído en la desgracia de ser un pueblo que deja de pensar o de decir lo que piensa por miedo a represalias. Mantener perfil bajo nos obsesiona tanto que no regresamos a ver lo que hacen con nosotros en las alturas del poder y aunque lo hagamos no decimos nada. Ilógicamente permitimos que manoseen nuestro futuro para pasar tranquilos el presente. Debemos entender que no nos espera desarrollo alguno si nadie piensa por sí mismo, si no nos educamos lo suficiente para elegir bien. Dicen que los pueblos tienen los gobernantes que merecen, o creen merecer, y se nota que nos valoramos muy poco.