Ponce siente el toreo en el corazón de los Andes

Caricia. Terso muletazo de Enrique Ponce con la mano derecha. (Foto: Andrea Grijalva)
Caricia. Terso muletazo de Enrique Ponce con la mano derecha. (Foto: Andrea Grijalva)
Caricia. Terso muletazo de Enrique Ponce con la mano derecha. (Foto: Andrea Grijalva)
Caricia. Terso muletazo de Enrique Ponce con la mano derecha. (Foto: Andrea Grijalva)

Las acometidas de una noble vaca de Peñas Blancas fueron la materia prima ideal para que la solera del maestro Enrique Ponce ilumine uno de los más hermosos parajes del campo bravo nacional ubicado en el corazón de los Andes.

En interminables idas y venidas, la erala tomaba la muleta seducida por el toreo que atrae, acaricia y conquista en una inextinguible secuencia de preciosos pases en los que las manos y las muñecas, la cintura y la cadera, el mentón y el pecho; completaban una composición plástica notable ambientada por la sinigual belleza del páramo.

Allí donde se cría al toro de lidia se vivió una magnífica clase de tauromaquia impartida por uno de los toreros más importantes de la historia que tras 27 años de alternativa ejerce su magisterio con la capacidad y solemnidad de un sumo sacerdote y la alegría e ilusión de un novicio.

Es que el gran Enrique Ponce convirtió una rutinaria faena de campo en un registro histórico de su excepcional concepto, desde el toreo fundamental hasta los muletazos de su creación como la “biaquina” o la “poncina” trazados con la marca de genio inventor y virtuoso prestidigitador, fascinador de reses y alfarero de la bravura.

La obra fue atestiguada por un puñado de privilegiados que agrupaba a la generosa presencia del primer mandatario del país con otros lidiadores de prestigio, los ganaderos e incrédulos espectadores que vivieron el suceso con el alma rebosante por el dulce deleite del toreo mejor hecho.