Por: Pablo Escandón Montenegro
Quienes no saben distinguir entre realidad y ficción no son los niños. Ellos lo tienen clarísimo: lo que ven en la televisión, en YouTube o en Netflix es ficción, invento, realidad paralela que funciona en ese entorno. Que se asustan, es cierto, porque el contexto ficcional es verosímil, pero de ahí a que lo asuman como verdadero porque está en una pantalla hay una gran distancia.
Cuando los padres cambiamos a las noticias o a los programas construidos con estructuras y formatos de información, ellos preguntan si es cierto o no lo que pasa y por qué. Siempre cuestionan, tienen un pensamiento crítico (nada que ver con la Escuela de Frankfurt) y constantemente están inquiriendo por mayor información, porque les expliquen las causas y los efectos de lo que pasa; algo que nosotros como adultos formados percibimos como algo que ya sabemos, pero la realidad es otra.
Lo verosímil se toma el espacio-tiempo de lo real y habitamos virtualizaciones construidas sobre la base de opiniones y subjetividades; no de hechos y constataciones empíricas. A partir de un supuesto y desde nuestra perspectiva abonamos al tema, lo hacemos más grande y, de esta manera, construimos narrativas verosímiles pero falsas, porque no iniciamos con algo básico: por qué, y asumimos el hecho como cierto, como real.
Debemos volver a la inocente inquisición de la niñez y preguntar las causas, los efectos, las intenciones, quiénes son los interesados y a quiénes perjudica, antes de dar una sentencia, una opinión que engorda la denominada posverdad y a las ‘fake news’.
Con la presencia informativa en redes, los ‘prosumidores’ circulan contenidos, pero solo los profesionales son los llamados a editarlos, a seleccionarlos y a certificarlos como ciertos. Quiénes son ellos: los periodistas serios, acuciosos, profesionales que militan en la verdad y no en la verosimilitud. Contra la posverdad, ser como niños preguntones y tener en la punta de la lengua la mejor pregunta: ¿por qué?