Francisco, la Posada y el aguacate

Por: Pablo Escandón Montenegro

Desde julio con mis hijas intentamos conocer la Posada del pintor Eduardo Kingman en Los Chillos y, por fin, pudimos entrar. Abrió la puerta un hombre delgado, atento, cordial y, sobre todo, comprometido con el espacio y su función: ser el custodio de la casa que acogió al maestro en sus días finales y ser, más que un guía de la visita, un confidente.

Francisco es un piñarejo que tiene la simpatía de quienes comparten los valles de las provincias sureñas. Con esa facilidad de palabra y ‘sangre liviana’ nos hizo sentir como si la posada del pintor fuera nuestra y no dada en comodato al GAD de Rumiñahui.

Los rincones son entrañables, aunque todavía no hay una propuesta (museográfica, cultural, educativa y de investigación) definida, a pesar de las actividades disímiles y las exposiciones temporales.

La Posada de la Soledad es una oportunidad cultural para la población del Valle de Los Chillos, para desarrollar actividades artísticas y de gestión, pero más que nada es un lugar para imaginar y hacer que la comunidad ejerza su ciudadanía con el compromiso de cuidar el patrimonio.

El entusiasmo de Francisco, y la confianza que entrega al visitante, son la mejor motivación para regresar. La casa de Kingman es un legado que debe seguir con el nombre del maestro. Las actividades artísticas y culturales son una promesa del enriquecimiento espiritual.

El Valle carece de oferta cultural y la Posada es la llamada a cubrir esa necesidad, con una visión moderna en gestión y una propuesta contemporánea que valore, como está haciendo, a los artistas del sector y que vaya más allá de lo tradicional. Requiere innovación. Al bajar al río el árbol de aguacate nos regaló un fruto. Francisco nos dijo que ese era un obsequio de la casa. Sin duda, el mejor ‘souvenir’ de un centro cultural.

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