Las piedras de mi calle

Crecí en una calle empedrada y no es del Centro Histórico. Está al norte de la ciudad y lleva el apellido de la estirpe del señorío de Mira, los Pantala, como lo relatan Piedad Peñaherrera y Alfredo Costales. Esa calle es muy empinada y allí poníamos a prueba la resistencia de las piernas cuando subíamos con la bicicleta haciendo zigzag hasta llegar a la a calle Francisca Sinasigchi, en honor a la esposa del cacique Sancho Hacho, desde la María Tigsilema, otra notable puruhá.

Cuando los buses rojos de marca Botar eran los símbolos del barrio, allá por los años 80 del siglo pasado, la calle empedrada era marca del lugar para indicar dónde quedaba una tienda, un bazar o la iglesia.

Además del empedrado de la vía, la entrada a mi casa no tenía gradas; para ingresar había que pisar un gran molón redondo que sustituía a la escalinata. Era una estética pétrea de un barrio de clase media que deseaba progresar con casas hechas por el Banco Ecuatoriano de la Vivienda.

Nunca tuvimos ningún accidente cuando usábamos coches de madera, bicicletas, triciclos o patinetas; al contrario, con la adolescencia, la calle se convirtió en un reto para los “skaters”. Claro que siempre tuvimos las rodillas y los codos remellados.

Si ahora nos quitaran las piedras de la calle Pantala, sería el primero en impedirlo, porque allí está mi historia de crecimiento, de juegos y de identidad de un barrio que se transformó y donde la gente todavía se reconoce.

Las piedras no son solo rocas, son pedazos de historia de lo que somos como individuos en un espacio habitado: si unidas con argamasa cuentan la historia de la unión entre vecinos, o si en los instersticios brota el kikuyo, la historia es de conflictos y separaciones. De lo que somos como comunidad, al fin de cuentas.

Mi calle es universal y única, diferente a las demás del barrio y cuando se desencajan las piedras, las colocamos, porque no queremos despojar al barrio de sus señas de identidad.