Matarifes y carnicerías

POR: Germánico Solis

Las rememoraciones de esta columna son premeditadas, es el deseo de averiguar y compartir con el amable lector las vivencias de hornadas de pobladores que contribuyeron al desarrollo de esta maravillosa ciudad republicana. El tiempo ha dejado en la incuria oficios que ahora son pálidos recuerdos, y que otrora fueron importantes segmentos sociales y económicos identitarios de la capitalidad ibarreña.

En los años 20 del siglo pasado, varias familias indígenas de Quinchuquí y sus rededores se movilizaron hacia Ibarra. Se asientan en la calle que partiendo de la ahora av. Pérez Guerrero y Bolívar, llegaba a las bifurcaciones que conducían al altozano Imbabura, pasando por Caranqui, y que hoy se le conoce como av. Atahualpa. Los migrantes adquirieron apreciables extensiones de terreno para prontamente alzar casitas de teja.

Las familias emigrantes fueron los Chiza, Maldonado, Males. Entre sus aficiones estaban la música y el deporte. No era extraño ver amalgamada la guitarra, el rondador y el rondín, con la pelota de fútbol que diera prestigio a los equipos que se midieron internacionalmente y especialmente con Colombia.

Para subsistir aquellas familias no dejaron los oficios de hortelanos y criadores de ganado. Al contrario, la actividad de matarifes y vendedores de carne se activó de tal manera que dio lugar a que el nombre del largo callejón que unía la urbe con Caranqui, se le llamara como la calle de los carniceros. Esa calle y los suelos rurales, permitían la crianza de cerdos, ovejas, ganado vacuno y aves.

Los animales faenados colgaban desde grandes garfios de metal adosados a las vigas de los tumbados. No había ningún sistema de refrigeración y los filetes sin mayor exigencia en el corte se pesaban en las romanas, y fue la credibilidad ganada por los expendedores, es decir de los grupos indígenas, lo que atrajo un floreciente comercio para la ciudad y la autenticación de la conocida “yapa”. Quedan pocos indígenas en la av. Atahualpa, ahora se ve un modernismo que no alcanza a borrar la historia de la banderita roja reclinada a la puerta de esas casitas identificando a las carnicerías, ni al hacha y al macizo banco de picar carne.