Cuestión de castas

Daniel Marquez Soares

Parecería algo de poca importancia, pero muchos ensayistas norteamericanos han criticado de manera reiterada, en tiempos recientes, el empleo del término ‘guerreros’ para referirse a los miembros de las fuerzas armadas de aquel país. Según ellos, dicha categoría está, por definición, reñida con el espíritu del pueblo al que pertenecen.

Históricamente, los estadounidenses veían a sus uniformados como ‘ciudadanos soldados’. Se suponía que eran ordinarios miembros de la sociedad obligados a tomar las armas para defender la integridad, la seguridad y el bienestar de sus compatriotas. El guerrero, en oposición, por muy sexy y viril que suene el término, es miembro de una casta; la guerra es su profesión, su campo de acción y la fuente de su identidad. Necesita y ansía la guerra de la misma forma que un mecánico los carros averiados. No es parte de una sociedad ni piensa en ella; pertenece a su camarilla y defiende los intereses de esta.

Toda sociedad oscila entre la pesadilla de las castas y el ideal de los ciudadanos especializados. El conocimiento se ha vuelto tan complejo que, necesariamente, cada ciudadano debe especializarse en un campo. Lo idóneo es que cada persona lo haga, pero teniendo en mente el servicio a sus semejantes y, sobre todo, sin dejar de sentirse parte del tejido social. En una sociedad de castas, al contrario, los especialistas se separan del tejido social y, a manera de tumores, destruyen el organismo del que forman parte al perseguir apenas el beneficio de su grupo. Las castas son, por eso mismo, herméticas y hereditarias.

Ecuador ha sido históricamente una sociedad de castas. Militares, comerciantes, burócratas, policías, maestros, industriales; la lealtad, la solidaridad y la compasión se profesan puertas adentro, al mismo tiempo que se defiende el interés de la casta por encima de cualquier derecho o necesidad de las personas ajenas a ellas.

Para salir de la situación actual queda claro que Ecuador debe ingresar al mercado mundial y reducir el gasto público. Las objeciones que se escuchan a este camino y sus exigencias vienen todas, descaradamente, de una lógica de casta. Sin embargo, sus autores no parecen avergonzarse de ellas y, peor aún, a los ciudadanos no parecen molestarnos.