Niños y llamas tienen un lazo inquebrantable en los campos

COMPAÑÍA. Dos niñas de la comunidad de Leyviza de Cotopaxi recorren los humedales del Parque Nacional Llangantes.
COMPAÑÍA. Dos niñas de la comunidad de Leyviza de Cotopaxi recorren los humedales del Parque Nacional Llangantes.

Por: PAOLA CARRILLO VITERI •

Hay nudos simples, hay nudos dobles y triples. Amarran sogas de colores que rodean las cinturas de los niños y los lomos de las llamas. Los sostienen en equilibrio. Los unen durante el trayecto y, aunque son nudos fuertes, no son tan resistentes como el vínculo que une al niño y al animal.

En los páramos de Cotopaxi, la primera independencia de un niño llegará cuando cumpla 5 años. Tomará las riendas de su llama y los dos irán al campo completamente solos. Sin papá, sin mamá. Enfrentarán el frío y los vientos. Pasarán por los humedales y recorrerán cientos de kilómetros llevando leche y otros productos. “Así lo hice yo y así lo hacen todos”, dice Darwin Jamy, presidente de la comunidad de Sacha, en Salcedo.

Su primera llama nunca tuvo nombre pero la recuerda con cariño porque lo acompañó a recorrer muchísimos kilómetros para hacer las tareas que le encargaba su papá. Antes de eso, como todos, pasaron por un entrenamiento previo. Con la única técnica que existe: la del niño sobre la llama.

Para dirigirla utilizan un palo tipo horcón (en forma de y) con el que empujan la soga del lado de la oreja hasta que el llamingo se acostumbre. “La llama aprende solita, es muy manejable, muy fiel”. Cuando el animal tiene un año empiezan amarrándole un costal sobre el lomo. Le perforan una de las orejas con un hierro encendido para que se vuelva más manejable. “Es algo penoso que hacemos”, dice Jamy y encoge los hombros.

Lo describe como una fuerza de su pueblo, como un conocimiento de hace años. Quizás algo genético. Darwin Jamy tiene 32 años y un día, cuando tenía 11, regresó a casa de la escuela y su papá había vendido a su primera llama. No era de raza, era un llaminguito que resultó del cruce del guanaco, que vive en la zona alta de los páramos de Salayambo, con una llama ‘caspichaqui’, de raza normal. Después tuvo otras pero a ninguna recuerda con tanto sentimiento como a la primera. Ahora que es padre, también les enseña a sus hijos a montar.

Las llamas pueden vivir hasta 25 años. En ese tiempo, acompañan a las familias y proveen de lana y movilización. A cambio, las cuidan y las mantienen gordas, porque “una llamita flaca no puede hacer mucho”.

Para él, la importancia de las llamas también se nota en los esfuerzos de las comunidades para el mejoramiento genético. Ahora incluso tienen alpacas y los precios se han elevado. Se puede comprar una llama desde 120 o 150 dólares.

CARIÑO. La madre de Eric, de 4 años, lo acompaña antes de la carrera de llamas por el Día de los Humedales.
CARIÑO. La madre de Eric, de 4 años, lo acompaña antes de la carrera de llamas por el Día de los Humedales.

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Quienes conocen bien las comunidades de Cumbijín, Sacha de Salcedo y Leyviza saben que su territorio está cubierto de vegetación. Que los caminos de tierra están rodeados de montañas de franjas verdes, amarillas y cafés. Que el paisaje se cubre con neblina espesa con facilidad. Que las temperaturas pueden bajar a menos de un grado centígrado. Que se ven, en todo momento, llamas cargando la leche o pastando con lentitud.

Quienes conocen bien los humedales o pantanos del parque nacional Llanganates saben también que cada febrero, desde hace ocho años, se organiza la llamingada. Una competencia en la que jinetes de entre 3 y 12 años corren con sus llamas para alcanzar el primer lugar de una de las cuatro categorías que las separan por edades.

La fiesta se vive como tradición pero para los niños es algo cotidiano. Ellos compiten porque son los que andan a diario con las llamas, explica Lineth González. Ella ha seguido la carrera desde hace cuatro años como guargaparques del Ministerio del Ambiente, una de las instituciones que organiza el evento.

El sonido que emiten las llamas es parecido a un rebuzno pero menos bullicioso y más grave. Sueltan el aire por la nariz y miran al frente casi sin parpadear. Durante la llamingada, oírlas es difícil porque sus sonidos se vuelven casi imperceptibles combinados con las voces de las familias que acomodan a sus pequeños y la música que sale de los parlantes.

La primera vez que ganó una competencia, Marilyn Barreros tenía 6 años. Iba a toda velocidad sobre ‘Carmita’ y logró dejar atrás a todos los competidores de su categoría. Guarda en su casa el primer trofeo y también los que ganó después.

Ahora tiene 12 y el fin de semana pasado compitió por última vez. Lo hizo por su llaminga y por su familia. Habla con frases cortas y arrastra las “r”. Marilyn dice que la llaminga va sin entrenamiento, sabe lo que tiene que hacer porque todos los días salen juntas a recorrer los páramos de su comunidad: Leyviza. Ha sido así desde que tenía 2 años.

No hay vías señalizadas ni nada parecido a una carrera de caballos. Hay una sola tarima con graderíos de tabla. Algunas personas esperan a un lado del camino para ver cuando pasen los competidores y otros trepan a los montículos recubiertos de hierba. Sentarse ahí significa mojarse la ropa pero, de todas formas, las lloviznas constantes se encargan de que los espectadores queden cubiertos, cada cierto tiempo, de gotitas semicongeladas.

El color rojo pinta los cachetes de los niños. Todos se agrupan en la pista cuando se acaba la carrera y la música de la Banda Municipal de Salcedo empieza a resonar con fuerza. El ambiente se vuelve más festivo y las personas se concentran en las ventas de comida. Los cuyes dan vuelta en asaderos pequeños. El humo se mezcla con la neblina y el grupo de taitas y mamas reparte aguas aromáticas.

Los nudos que se amarraron al inicio se desatan y los niños vuelven a ser uno. Se bajan de las llamas y las dejan en el pasto mientras ellos saltan sobre las cochas y esperan a que la fiesta se acabe para volver a su comunidad.

En los páramos de Cotopaxi, la primera independencia de un niño llegará cuando cumpla 5 años. Tomará las riendas de su llama y los dos irán al campo completamente solos. Sin papá, sin mamá.

Su primera llama nunca tuvo nombre pero la recuerda con cariño porque lo acompañó a recorrer muchísimos kilómetros para hacer las tareas que le encargaba su papá.