Lo que no sabemos

Daniel Marquez Soares

En una sociedad pequeña, los secretos no existen. En ella, no es necesario publicar chocantes revelaciones porque cualquier cuestión, por muy privada y perturbadora que sea, ya es de sobra conocida por todos. El chisme explosivo y la noticia sensacional son inventos de las sociedades grandes en las que las personas ya no se conocen y desconocen la frecuencia y el calibre de los pecados ajenos.

En una sociedad autoritaria, la cúpula, el grupito que toma las decisiones, suele ser una especie de sociedad pequeña. Por mucho que se odien, compitan o se traicionen, no dejan de ser una suerte de habitantes de pueblo chico: saben todo de todos, tanto las cosas publicables como las inconfesables y entienden cuáles son los factores determinantes para cada uno. Justamente por eso, por disponer de toda la información necesaria sobre los implicados y las relaciones entre ellos, toman eficientemente las decisiones necesarias para dirigir la sociedad.

En Ecuador, pese a ser una democracia, quienes tienen el poder económico o político quieren seguir operando bajo el mismo secretismo de ese pasado autoritario no tan lejano. Es un problema inmenso, ya que, en democracia, la opinión pública es determinante y las decisiones dependen de esa inmensa masa de ciudadanos comunes y corrientes. ¿Cómo puede la ciudadanía formarse una opinión pertinente o, peor aún, decidir sobre el momento político de su país cuando ni siquiera está al tanto de los mundanos y vulgares factores determinantes del comportamiento de sus líderes?

La convulsión política que Ecuador vive, como sus protagonistas bien saben, no viene dada por diferencias ideológicas ni de pensamiento. Se debe a problemas personales, pasiones descontroladas y líos irrevelables sobre los que la gran masa, condenada a decidir a ciegas, no sabe y jamás sabrá. No porque haya una conspiración tras bastidores, sino porque como país hemos decidido, gracias a ese perverso sentido del respeto y los buenos modales heredado del autoritarismo, que la vida privada y familiar de los personajes públicos son sagradas, por mucho que terminen marcando despiadadamente el destino de todos los habitantes.

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