El triunfo de los pesimistas

Daniel Marquez Soares

Ecuador, quizás América Latina en su conjunto, tiene una larga tradición de conservadurismo pesimista. Este pensamiento no se resiste al progreso por motivos religiosos ni por cautela moral, sino por una suerte de resignada sumisión teñida de pragmatismo. Somos un pueblo condenado, irremediablemente inferior, reza esta forma de pensar, así que mejor no malgastar tiempo ni recursos persiguiendo inútiles sueños de desarrollo y prosperidad.

No importa cuántas riquezas aparezcan en nuestra tierra, dicen, volveremos siempre a ser los mismos pordioseros. Somos, creen a pie juntillas, demasiado tontos, perezosos, corruptibles y malvados como para escapar de la miseria que nos ha acompañado desde nuestros inicios. Ante este diagnóstico, lo correcto es comportarse como en una zona de guerra: saquear cuanto puedas mientras puedas, tejer una red irrompible de lealtades y tratar a todo el mundo como un potencial villano. En una tierra sin ley como esta, creen nuestros conservadores, solo eso garantiza seguridad y prosperidad. El mejor escenario al que podemos aspirar, como país, es a ser una eficiente y gigantesca granja agroexportadora administrada con mano de hierro.

Lamentablemente, dicha creencia termina siendo una profecía autocumplida. Si quienes ostentan el poder en los diferentes ámbitos del país legislan y gerencian partiendo de que sus compatriotas son un atajo de incompetentes amorales, tarde o temprano sus decisiones terminan generando ecuatorianos incompetentes y amorales. Si el sistema cree que eres así y ya te trata de esa manera, por más que tú no seas así, llega un momento en el que terminas claudicando y comportándote como quien el sistema espera que seas.

Nadie duda que Jaime Nebot conoce bien al Ecuador y a los ecuatorianos y que, por ello, es un político tan exitoso. Pero su forma de gobernar y de planear nace de contemplar y, al final de cuentas, instigar solo aquello de peor que, como pueblo, tenemos. Su encumbramiento implica aceptar que no necesitamos un guía ni un civilizador, porque no somos racionales ni civilizables, sino apenas un domador de circo: alguien que, a punta de látigo, consiga que, en nuestro incorregible salvajismo, al menos hagamos numeritos que entretengan al mundo.

[email protected]