La voluntad presidencial

Daniel Marquez Soares

La democracia contemporánea establece un filtro pernicioso: el candidato debe querer mandar. Una contradicción peligrosísima y lamentable. La democracia parte de que el poder corrompe y requiere contrapesos y alternabilidad, pero exige que sus protagonistas sean personas que persigan y disfruten el poder. No hay forma de que un ser humano tome parte de una campaña, de una elección y de la vorágine diaria de la política si es que no ama y necesita, con todo su ser, el mando y la notoriedad.

Esta particularidad del sistema actual implica darle la espalda a una antiquísima lección que la humanidad siempre tuvo presente: el poder es una maldición. Los credos religiosos, la mitología y las viejas epopeyas nos recuerdan siempre que el poder sobre sus semejantes es uno de los peores bultos que el destino puede poner sobre los hombros de un ser humano. Mientras más alto el cargo, mayor la maldición y el costo que impone al condenado.

La gente virtuosa evita el poder a toda costa. El buen gobernante jamás elige el poder, sino que este recae en él, se le impone, por encima de su reticencia. A veces es el destino, como el rey que nace en la cuna equivocada sin derecho a elegir si quiere esa condición para él o no; en otras ocasiones, es una intransigente exigencia de la propia comunidad, que encumbra y corona al sujeto valioso por mucho que se resista. Solo aquellos enfermos de ambición anhelan el puesto y están dispuestos a pagar de buena gana su absurdo precio.

El presidente Lenín Moreno ha sabido usar muy bien ese mito para fortalecer su imagen. Repite que nunca buscó y que no le gusta el poder. Quiere mostrarse como el único hombre de corazón puro en ese nido de ambición desmedida que fue Alianza País. Eso, no obstante, no cambia las reglas del sistema; en estos tiempos, un mandatario necesita atesorar su cargo y actuar acorde a ello, si es que quiere gobernar. Sin embargo, parecería que el Presidente ha terminado creyéndose su propia leyenda y que ya no está buscando gobernar, sino apenas una salida honrosa y poco accidentada que le permita delegar decisiones urgentes.

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