Autor, cómplice y víctima

Esta semana he pasado hipnotizado por la biografía de Svetlana Alliluieva, la hija de Stalin. El hombre es un asesino despiadado, de los mayores de la historia; un criminal consumado con una frialdad inquebrantable, pero es papá. ¿Cómo se puede convivir con esa dicotomía dentro del pecho? Saber que tu padre es un hombre despreciable, pero que también propagó ternura dentro de la casa y supo brindar un clima de confianza y una admiración ciega de su pequeña hija. Una admiración resquebrajada por el peso de las pruebas y el dolor.

Es una muestra de la complejidad a la que puede llegar el ser humano. Tanto, que llegamos a ser indescifrables. Svetlana creció y vivió bajo la sombra de su padre y nunca logró vivir o al menos lidiar con ella, fue “una prisionera política más de su padre”. Sufrió la desaparición de quienes amaba, sus muertes y sus repentinas tragedias; todas ellas a manos de su propio padre. Fue perseguida y vilipendiada, jamás encontró la paz ni la felicidad y todo esto no por la consecuencia de un acto que haya cometido ella como responsabilidad de una decisión libre sino por el simple hecho de ser hija de Stalin. Una vez exiliada, separada del único mundo que conoció y que sabía en destrucción, no pudo volver a vivir en un sitio, se mudó cerca de 30 veces sin saber del valor del dinero, pero tratando de acariciar una libertad que se le escapaba. Esclava de ser quien fue.

Intentó, con mucho acierto forjar una vida aparte y separar su vida de sus antepasados rescatando lo mejor que le dejaron (siempre hay algo rescatable) y eso nos debe quedar tras este día de difuntos. Y luego está, la defensa cierta de que ninguna decisión de su padre que no haya sido respaldada por un sinfín de cómplices. Esa es nuestra lección como ciudadanos ¿Qué estamos dispuestos a socapar de lo que decide la autoridad? Cargaremos con eso.