Mascarada

El Carnaval altera el orden establecido, ofrece tiempo y espacio para la irrupción de lo reprimido y la participación de los oprimidos. Es una fiesta callejera y popular, convirtiendo al ciudadano de a pie como el protagonista del festejo. Por algo, Goethe consideraba a la celebración carnestolendas como una revolución simbólica.

Cuenta la historia que Goya, el pintor aragonés, hizo coincidir el anuncio de la venta de la serie de sus ochenta Caprichos con el miércoles de ceniza de 1799, último día de carnaval del siglo XVIII. La serie de grabados al aguafuerte expresa la crítica social a través de la extravagancia y fantasía de un estilo carnavalesco.

La vida da la oportunidad y libertad de elegir, evaluar alternativas y opciones, incluso en quien nos convertimos ante nosotros y los demás. A pesar de ello, hay quienes optan por vivir de mascaradas que caen, más temprano que tarde. Apenas un hilo transparente separa al auténtico carnaval del marketing político y de uno que otro “carnavalazo” a la criolla.

La celebración se presta para variantes y evolución, sobre todo si coincide con campaña electoral, donde sobran tarimas y shows.

Pero ni la vida, ni la política se quedan en la calle en el Carnaval. La llevan a la plaza pública en búsqueda de circularidad, armonía, encuentro y acuerdo, como elementos fundamentales de la política y gestión de la convivencia ciudadana. Es la parte luminosa. También está el lado obscuro: disputa, conflicto, oposición y lucha por espacios de poder.

Que la fiesta de la” alteridad gozosa” cubierta de polvo, agua, cascarones, chigüiles y alcaparras, que arranca en la vieja Europa, cruza por Rio de Janeiro, hasta llegar a Guaranda, permita construir la polis y no enfrascarse en el estéril conflicto. Este no puede ser ignorado, sí asumido.

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