La moda cuesta caro

Pablo Vivanco Ordóñez

Las modas son peligrosas, tanto por la trampa mercantil que enreda, cuanto por su fugacidad en aparecer y en desaparecer. Dribla a la memoria y la deja sentada en el mismo lugar de siempre, con las mismas lagunas mentales y con la misma comodidad estéril. Tras de sí deja una larga sala de espera para mirar qué trae y qué olvida con lo nuevo.

Hay propagandas que cumplen su función: disuaden, convencen y venden formas, artilugios y abalorios que entretienen, distraen y nos dejan con el envase sin pensarlo al contenido. Solo centelleos momentáneos, imágenes con fecha de caducidad. Todo desechable.

Esa misma condición de futilidad de lo cotidiano hace que los tiempos electorales se tornen confusos, desalentadores, poco atractivos. La gente se aleja de lo importante y afinca afectos en las formas atractivas.

Candidatos que salen de la nada y volverán al lugar de siempre si son derrotados. Los que ganan pueden defraudar al consumidor: o por ser producto tóxico o de mala calidad. Tardan en desaparecer tan pronto como tardaron en aparecer. Sus tiendas políticas sirven de local de arriendo para prestar colores y, en algunos casos, nombres de impacto nacional.

Tras de sí no hay una propuesta ideológica y programática clara, que determine los campos por donde se moverán, que defina prioridades, que marque rutas claras. No hay pensamiento político desde los políticos, porque los políticos que hemos venido eligiendo, la mayoría de las veces, han sido candidatos electos por variables secundarias opuestas a una propuesta establecida.

Somos electores de nombres y de rostros, lo que equivale a decir que elegimos a quien sepa venderse más y mejor: al que logre mayor publicidad mediática, quien asigne mayor cantidad de propaganda visual, a quien se permita estar en todos lados aun sin decir nada.

Tras los rostros, rostros quedan. Tras malas elecciones, malas administraciones vienen. Tras el desvarío de los políticos, poca esperanza de transformaciones posibles queda. (O)

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