Sal quiteña

Franklin Barriga López

El carácter festivo que prevalece en esta ciudad viene de tradición lejana y comprobable, como parte de una forma de ser, sentir y manifestarse que ayuda a no dejarse vencer por la pesadumbre.

Desde el siglo XVI existen crónicas que resaltan esta característica expresada en bailes, personajes pintorescos, música de banda, corridas populares de toros, alegría desbordante, espontánea, contagiosa.

El jesuita Mario Cicala resaltó, en 1771, el espíritu de cordialidad y regocijo del capitalino; citó el caso de los obispos de Trujillo y de La Paz que, al dejar esta urbe, se alejaron “llorando a lágrima viva”, porque sabían que no volverían más a Quito. El mismo historiador añadió que sean europeos, americanos o de otros reinos, todos quedaban encantados y sorprendidos de la dulzura y hospitalidad de los quiteños, por lo que no pocos se quedaban a residir aquí o por lo menos permanecer por largo tiempo.

Como principal distintivo, felizmente hasta hoy, sobresale lo que se llama sal quiteña que condimenta conversaciones y más encuentros donde sale a flote la agilidad mental, esa chispa espontánea que sin llegar a la grosería “toma el pelo” al contertulio o a quien se hace acreedor de ello, con sutil ironía que desemboca en generalizada carcajada, aunque de por medio se haya clavado afilado estilete camuflado en broma de buen gusto.

Este elemento evita que se expanda la amargura, ya que es una especie de antídoto contra los desengaños que ocasionan los malos gobiernos, las falacias de los politiqueros o las condiciones socioeconómicas de gran parte de la población.

Que no falte jamás esta sal que sazona y motiva alborozos, que se mantenga en su rango propio de altura y gracejo, como recuerdo del chulla quiteño que va desapareciendo por el trajín de la metrópoli actual.

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