Tenemos que salvarlos

Daniel Marquez Soares

El poder no corrompe, sino que enloquece. Sin el control apropiado, mientras más asciende alguien en la jerarquía humana, más desciende su comportamiento en la escala biológica. Basta unos pocos gramos de poder para que alguien otrora mesurado y civilizado se convierta en poco más que un primate exaltado corriente. Sus palabras, actos y pensamientos comienzan a reflejar el mismo grado de respeto por la dignidad humana y la honra ajena que exhibiría un capataz de plantación esclavista o un promotor de eventos pugilísticos con apuestas.

La grabación filtrada de la presidenta de la Asamblea Nacional conversando telefónicamente con una ministra, en la que se vislumbra el mismo lenguaje y prioridades que usarían dos viejos, rudos y curtidos mercenarios conspiradores en la cubierta de un barco de antaño, es uno de las más recientes evidencias de este tipo de enloquecimiento. Pero también es justo acotar que llevamos trece años observando a diario lo que el poder le hace al ser humano.

Ahora la tecnología y la omnipresencia de los medios de comunicación nos permiten observar desde primera fila la transformación mental de los políticos y contar con un registro detallado de ella. Es interesantísimo cómo, año a año, tantos poderosos ecuatorianos sufren una metamorfosis que abarca el uso del idioma, la vestimenta, el lenguaje corporal, la voz y hasta la mirada, entre tantas otras cosas.

El ser humano socializado termina dando paso a su versión alterada, más parecido a un predicador mesiánico, un adolescente hormonal o un artista en trance. El mundo ya cuenta hoy con abundante literatura científica que documenta las profundas y muy relevantes transformaciones físicas que suscita el poder en el cerebro de sus portadores. Eso explica por qué los salones del poder ecuatoriano se han parecido a veces más a una escena de “Ell lobo de Wallstreet” que a una de “Las horas más oscuras”.

Criticar desde afuera, cuando uno no ha tenido que vivir eso, es fácil. Lo importante es ayudar. Por eso, para cuidar la salud mental de los políticos que nos gobiernan es importante recordarles constantemente su pequeñez, perfectibilidad e insignificancia. A la larga, la culpa y la vergüenza son los únicos antídotos comprobados contra los efectos tóxicos del poder.

[email protected]