Estadista o hincha

Ser estadista implica ejercer una influencia positiva para el cambio y desarrollo de los demás; tiene virtudes, habilidades y enormes dosis de sobriedad. Estamos huérfanos de un político sobrio, fino en el trato, ajeno al insulto, tejedor de acuerdos y dueño de tal aplomo y seguridad en sí mismo, que la arrogancia o el autoritarismo no quepan en su accionar.

Desde el ático o Carondelet, basta escuchar los dimes y diretes para corroborar que por la boca muere el pez. ¿Pasarán a la historia como estadistas que consolidaron la democracia, desarrollo, libertades y la unión de los ecuatorianos?

El uno descalificó con arrogancia, chantajeó a la oposición, mantuvo incólume su talante autoritario y su desconfianza con la sociedad civil. El otro, con sobredosis de metáforas, paradojas y repetición de palabras, entre la cuántica y el humor, suelta lo suyo. Dista de ser un visionario ni al parecer tiene la grandeza para concertar grandes acuerdos nacionales.

Ecuador merece al humanista que gobierne a su pueblo con firmeza, sin vulnerar los derechos de sus gobernados; un político que respete y defienda el Estado de derecho; un gobernante, que conduzca a la nación hacia el desarrollo y superación; el líder que ejerza sus funciones con dignidad en un ambiente de respeto, conciliación y cuyos principios éticos no se plieguen como el fuelle.

El ciudadano de a pie puede a veces comportarse como hincha, al permitir que sus decisiones las dicten los instintos pasionales, sin importar las consecuencias. Para nuestros representantes, el nivel de exigencia es mayor. El llamado a la sensatez, a no hacer lo popular sino lo correcto porque la polarización política solo produce mediocridad, reduce la realidad a oposiciones vehementes, expulsa la racionalidad de cualquier polémica.

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