Dos mil diecinueve años después

Fausto Jaramillo Y.

Hace algo más de 2000 años, en Medio Oriente, en tierras de lo que hoy es Palestina e Israel, un hombre y sus 12 amigos iniciaron la que sería la más importante y profunda revolución que haya conocido la historia humana.

No importa su creencia religiosa, no piense en su pertenencia a tal o cual Iglesia, piense únicamente que lo que en ese entonces sucedía en esa tierra, cambió por completo el pensamiento y la vida de todos los humanos de todos los pueblos.

Ese carpintero y sus amigos emprendieron su misión sin armas ni dinero, sin auspiciantes ni partidos o movimientos políticos que los respaldaran. Su camino lo recorrieron a pie, sin esperar motos, ni vehículos de seguridad, no tuvieron aviones, helicópteros, yates o barcos que los trasladaran por ríos o por mares. Los medios de comunicación, que no existían en esos días, no los acompañaron ni transmitieron sus mítines, ni difundieron sus proclamas.

Durante 3 años durmieron en casas de amigos o en el suelo del desierto, comieron lo que pudieron y cuando de compartir se trataba, no pidieron diezmos ni tomaron dinero de coimas; no, no hicieron eso, por el contrario compartieron su propio pedazo de pan. Por ahí cuentan que en una ocasión en la que mucha gente había acudido a escuchar su mensaje, debieron alimentar a la multitud, y lo hicieron, implorando un milagro de Dios, repartiendo pan y pescado, alimentos nutritivos y no sánduches y vasos de gaseosas como pago de su asistencia.

No pretendían alcanzar el Poder terrenal, ni mandar ejércitos ni trolles, no buscaron sembrar odios ni rencores; buscaron justicia: “dar al César lo que es del César y dar a Dios lo que es de Dios”. Predicaron compasión: “el que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”.

Sus prédicas no se oyeron en lujosos templos o palacios, ni en bullangeras tarimas, no necesitaron contratar equipos de sonido para que todos los escucharan, no firmaron costosos contratos para que los técnicos audiovisuales se enriquecieran para transmitir sus caras y sus gestos. No, ellos preferían el contacto cara a cara, limpio, sincero, humano.

Y, luego, cuando la justicia terrenal los persiguió, no huyeron, no se escondieron en áticos de otros países ni tierras, no promovieron que su gente se lanzara con violencia contra los que les habían acusado. No, ellos guardaron compostura porque sabían que su mensaje guardaba una verdad más grande que el odio y la vergüenza de la grosería y la intemperancia.

Más de 2.000 años y su mensaje sigue recorriendo todos los caminos, los siglos no han opacado su verdad. Es que sus palabras estaban respaldadas por sus obras y por sus vidas.