El suicida impostergable

Daniel Marquez Soares

Los suicidas nacen, no se hacen. Ante la reciente decisión del expresidente peruano Alan García de despedirse de esta vida, mucho se habla de sus motivos. Unos culpan al apresurado sistema judicial, otros a la opinión pública desalmada y no faltan quienes señalan con el dedo, como autoras de la tragedia, a las empresas corruptoras; incluso el propio exmandatario contribuyó a la complejidad de la discusión con su carta de despedida. Sin embargo, se trata de un debate estéril. La propia vida de García, con sus colapsos nerviosos, su debilidad por la tragedia, su pasado psiquiátrico, su insaciable vanidad y su relación de amor tóxico con las multitudes, arroja la respuesta definitiva: el deseo de matarse lo había acompañado, como a todo suicida, desde sus inicios.

Gente así lidia a diario con la tentación de matarse. Sin embargo, a veces encuentran algo, una tarea, causa o pasatiempo, que los mantiene distraidos y les permite postergar ese desenlace. Curiosamente, la política, con sus dramas, su vértigo, sus perennes conflictos, sus interminables y entretenidas intrigas y su hedonismo exacerbado, suele ser de las actividades más atractivas para este tipo de individuos.

Por eso los suicidios de los políticos suelen acaecer en sus momentos más bajos, cuando están a las puertas del fracaso definitivo. Nunca se matan cuando van ganando, sino cuando la caída es inminente y ya no alcanzan a esconder la envergadura del descalabro que han orquestado. Ese es el momento de inventarse una excusa, apelar a algún recurso teatral, ceder a los impulsos y partir de este mundo. Getulio Vargas, Haydee Santamaría, Salvador Allende o la legión de nazis que se suicidaron tras la caída; llegada la hora, todos prefirieron ceder a sus demonios autodestructivos e intentar convertirse en dudosos mártires antes que asumir la condición de vencidos cabales, de sujetos que se equivocaron.

Matarse es una opción personal, el doblegarse ante un impulso personalísmo; nada más que eso. Es absurdo intentar responder a las interrogantes que deja; a la larga, si el caído hubiese querido de verdad decir algo, vivo lo hubiese podido decir mejor y con más vehemencia.

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