La muerte de la seguridad social

Daniel Márquez Soares

La seguridad social es un invento sumamente reciente en la historia humana que refleja las creencias, temores y anhelos del momento en el que se creó. Como buen producto de los siglos XIX y XX, partía de la creencia de que el Estado fuerte y la identidad nacional eran indispensables para la prosperidad, que gracias a la tecnología la economía seguiría creciendo indefinidamente, que siempre habría más gente joven trabajando que ancianos o enfermos y que los jubilados se morirían a los pocos años de terminar su vida laboral.

Buscaba evitar, asimismo en consonancia con el espíritu de la época, que los ciudadanos terminaran cayeran en esa pobreza horrripilante que la humanidad no había conocido antes de la llegada de la Revolución Industrial: una condición en la que a la vieja miseria material se le sumaban la soledad, el abandono, el alcoholismo y, sobre todo, la ruptura de todo lazo con la comunidad y con las fuentes de identidad y dignidad de la persona. Había también el miedo de que tanta miseria terminara conduciendo a una radicalización masiva y a un estallido social, facilitados por la tecnología y las comunicaciones modernas.

Esos supuestos hoy resultan equivocados y esos miedos ya no son procedentes. Por eso, todas las democracias del mundo están conscientes de que los sistemas de seguridad social que se levantaron en el pasado reciente son ya insostenibles. Se mantienen apenas en base a deuda, promesas políticas, maniobras financieras y chantaje emocional intergeneracional; es decir, transfiriendo el costo a los ciudadanos del futuro. Mientras aún se pueda.
Ni la seguridad social ni el ser humano se hicieron para este extraño mundo de hoy, en el que la tecnología permite vivir una larga vida de poco riesgo y cada vez menos trabajo. Cuando el obsoleto sistema de pensiones se desplome, la seguridad social volverá, lejos del Estado, a las mismas instituciones que la manejaron durante milenios: la familia y la comunidad. A la larga, como suele decir el filósofo contemporáneo Matthew Crawford, lo que celebramos como progreso institucional muchas veces no es más que la aceptación de nuestro retroceso generalizado como humanos.

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