Una manera de amar

POR: Germánico Solis

Décadas atrás no contábamos con el internet, de tal suerte que la comunicación en sus diferentes ámbitos recurría a prácticas como la llamada telefónica desde los aparatos fijos, las cartas manuscritas o las preparadas en las antiguas máquinas de escribir con grandes carretos y rígidas teclas.

Uno de los canales confiables para el envío de documentos a otras latitudes era el correo nacional, y en no pocas veces, encargando a los choferes o controladores de las cooperativas de transporte. Muchos viajeros eran así mismo los que hacían de emisarios entregando correspondencia a familiares y conocidos.

La comunicación en recintos y ciudades pequeñas recurría más bien a la expresión oral, por lo general eran deformadas en su inicial contenido, muchas veces confundiendo y teniendo como resultado las más variadas reacciones. Las abuelitas eran la mejor tarjeta, aunque no tan confiable, pero no quedaba otro recurso. Muchos oficiosos llevaban los recados o novedades en caballo o sobre los pies. Como sea, la palabra enunciada y la escrita fueron y seguirán siendo la traficación del pensamiento.

Los amantes, los seducidos, los novios también se han sometido a los cambios comunicacionales, en un inicio y hasta registrado en las novelas hacían válida la presencia de mujeres que se prestaban para ser las portavoces de novedades, tramas y deseos, muchas con entretejidos curiosos donde la Celestina de Fernando de Rojas queda corta por los enredos e intrigas.

Los adolescentes enamorados de otro tiempo hicieron válida cualquier cándida manera de comunicación, un silbido en la esquina de la pretendida, una esquela, incluso señales que realizadas con ingenio mantenían secretos y confidencialidades.

Los lomos de libros y cuadernos eran verdaderos lienzos para estampar sentimientos y dichos del corazón, se escribían poemas, frases, títulos y estrofas de canciones en moda. Se usaban los esferográficos y lápices de color para dar cuerpo a las más increíbles oraciones de amor. Pero lo que se creyó perenne y eterno, era grabar un corazón con las iniciales de los enamorados cincelados en un árbol, en una pared, o como dice una canción mexicana: en una penca.