Hoy por ti, mañana por mí

Carlos E. Correa J.

Hace unos años leí un artículo con el mismo título del que estoy escribiendo ahora. El autor mostraba que la ayuda que damos a los demás, no solamente favorece a ellos sino que provoca un sentimiento de igual valor en sentido recíproco. Es decir, al haber recibido una persona nuestra ayuda, queda en ella un sentimiento de devolver ese favor en cuanto necesitemos algo. Y puesto que estamos sujetos a tantas eventualidades dolorosas, vamos a necesitar de otras personas para poder enfrentarlas. ¡Hay que ser serviciales con todo el mundo porque algún día vamos a necesitar de su servicio! ¡Hoy por ti, mañana por mí!.

Pero he conocido casos de personas que pasan por alto la solidaridad. Y no lo digo en sentido negativo. Al contrario: hay en ellas un impulso ciego e irrefrenable de ayudar al que lo necesita. Hacen el bien sin mirar a quién y sin esperar un ápice a que se les devuelva o reconozca su invalorable ayuda. ¡Pareciera que no pudieran ser felices de otra manera en este mundo sino dando ayuda!. ¡Esos son los imprescindibles!, diría Berthold Brecht. ¡Para ellos, lo que vale es hacer el bien por el bien mismo!.

Recuerdo el caso de un prisionero de guerra en los campos de concentración de los nazis. Le convidó a una madre una lata de atún que recibía cada prisionero, para que le diera de comer a su pequeño niño que se moría, literalmente, de hambre. Este señor murió a los pocos días. Según el médico, una lata de atún hubiera sido suficiente para que no muriera de inanición.

Esta singular manera de entregarse a los demás, solo puede caber en quien ha superado la simple solidaridad, que espera siempre de regreso un favor. Sabe que el premio de la virtud es poder disfrutar de la virtud misma.

Si la solidaridad es buena, ¡mejor es aún prestar una ayuda sin esperar recibir nada a cambio!. (O)

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