El argumento ingrato

Daniel Márquez Soares

En el debate público de nuestro país, el petróleo ha terminado convertido en el principal argumento para difamar a la minería. Desde ecologistas intransigentes hasta libertarios antiestatistas apuntan al supuesto desastre que ha sido el petróleo como una manera de advertir al país sobre los riesgos de la minería. Según este discurso, el oro negro solo ha servido para engendrar y cebar a una clase corrupta, financiar el despilfarro en bienes suntuarios y destruir el medio ambiente. Por ello, dicen, para no caer nuevamente en la trampa del extractivismo, hay que dejar a las minas fuera de la ecuación.

Este argumento es seductor, pero no deja de ser producto de un displicente desconocimiento del pasado y, sobre todo, de una lectura mezquina de nuestro presente. Al estudiar con detenimiento la historia reciente de Ecuador, sobre todo antes del petróleo, encontraremos un país escalofriantemente pobre y desconectado del mundo. Quien diga que el petróleo no ha servido para nada no tiene la más mínima idea de lo que era la miseria de verdad, cuando los pobres vivían como animales y los ricos morían como los pobres de hoy. Es verdad que esa riqueza no se ha invertido, que nuestro bienestar actual no es sostenible sin petróleo y que gran parte se lo robaron, pero todo ese gasto ha conllevado una innegable mejora en la calidad de vida.

Los defensores de la minería afirman que atravesamos una situación urgente y desesperada, que no podemos darnos el lujo de elegir. Ambos argumentos, el minero y el antiminero, parten del supuesto de que nuestro presente es una desgracia. Eso tampoco es cierto. Ecuador de 2019 es más próspero, civilizado y prometedor que el de 1973. Sugerir que el país tiene las mismas necesidades básicas insatisfechas que en aquel entonces es un juicio apresurado que bordea la ingratitud. Hoy, en materia de salud, educación, infraestructura, integración al mundo o desarrollo institucional sí podemos darnos el lujo de elegir y de esperar.

Cualquier decisión con respecto a políticas públicas debe partir de una lectura sincera de nuestro presente y de nuestro pasado. El miedo, la prisa y el espíritu trágico jamás han sido buenos consejeros.

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