Ecuador duele

Nicolás Merizalde

Ecuador duele, y ese dolor desafía. Duele por terco y altanero, por obstinado y virulento; tiene el impulso del volcán, pero la voluntad de una roca y aunque tenga el corazón hecho cascada su fuerza se vuelve bruma del páramo, viento informe.

Jamás como estos días, he sentido a mi país tan extraviado. Escribí que el paro en realidad bloqueaba más conciencias que vías, y no me retracto. Con cuanta tozudez nos disparamos el pie, tan ecuatorianamente.

La democracia y la libertad dependen del ejercicio de la crítica. El movimiento indígena se ha blindado en los últimos años contra ella, erigiéndose como víctima justificada para victimar, tras lo noble de su historia y la fuerza de sus bases, hoy insuficientes. ¿Deben los hermanos mestizos soportar vientos y mareas, cercados, huérfanos del estado (ocupado en no caerse), sin agua y desabastecidos e imposibilitados de trabajar por sus familias?

Las luchas no se legitiman por el grado de poder o pobreza, dolor o grandeza de quien las libra sino por la justicia de sus causas y la coherencia de sus formas. Cuántas veces se puede perder la razón por perder las formas. Menos aquí, donde hay quien ha justificado esa lógica inversa que ha ido de la fuerza a la palabra, del terror a la supuesta negociación. Aquí, donde el país aún es un proyecto, el estado de porcelana, y nuestra voz un eco. Debemos preguntarnos todo esto como país, y lo mismo la Conaie. Porque la crítica no destruye, sino que renueva y su negación solo petrifica o lleva a la sinrazón y la desidia, que son otros caminos a la muerte.

La poca institucionalidad lograda aún es de sal, y se derrite, como quizás el correísmo de papeleta, el formal. Porque ese virus mental que tomó al país y lo infectó de un rencor rancio y una ceguera obtusa tardará años en sanar. Por todas estas cosas, vistas y aceptadas, Ecuador duele.

Nicolás Merizalde

Ecuador duele, y ese dolor desafía. Duele por terco y altanero, por obstinado y virulento; tiene el impulso del volcán, pero la voluntad de una roca y aunque tenga el corazón hecho cascada su fuerza se vuelve bruma del páramo, viento informe.

Jamás como estos días, he sentido a mi país tan extraviado. Escribí que el paro en realidad bloqueaba más conciencias que vías, y no me retracto. Con cuanta tozudez nos disparamos el pie, tan ecuatorianamente.

La democracia y la libertad dependen del ejercicio de la crítica. El movimiento indígena se ha blindado en los últimos años contra ella, erigiéndose como víctima justificada para victimar, tras lo noble de su historia y la fuerza de sus bases, hoy insuficientes. ¿Deben los hermanos mestizos soportar vientos y mareas, cercados, huérfanos del estado (ocupado en no caerse), sin agua y desabastecidos e imposibilitados de trabajar por sus familias?

Las luchas no se legitiman por el grado de poder o pobreza, dolor o grandeza de quien las libra sino por la justicia de sus causas y la coherencia de sus formas. Cuántas veces se puede perder la razón por perder las formas. Menos aquí, donde hay quien ha justificado esa lógica inversa que ha ido de la fuerza a la palabra, del terror a la supuesta negociación. Aquí, donde el país aún es un proyecto, el estado de porcelana, y nuestra voz un eco. Debemos preguntarnos todo esto como país, y lo mismo la Conaie. Porque la crítica no destruye, sino que renueva y su negación solo petrifica o lleva a la sinrazón y la desidia, que son otros caminos a la muerte.

La poca institucionalidad lograda aún es de sal, y se derrite, como quizás el correísmo de papeleta, el formal. Porque ese virus mental que tomó al país y lo infectó de un rencor rancio y una ceguera obtusa tardará años en sanar. Por todas estas cosas, vistas y aceptadas, Ecuador duele.

Nicolás Merizalde

Ecuador duele, y ese dolor desafía. Duele por terco y altanero, por obstinado y virulento; tiene el impulso del volcán, pero la voluntad de una roca y aunque tenga el corazón hecho cascada su fuerza se vuelve bruma del páramo, viento informe.

Jamás como estos días, he sentido a mi país tan extraviado. Escribí que el paro en realidad bloqueaba más conciencias que vías, y no me retracto. Con cuanta tozudez nos disparamos el pie, tan ecuatorianamente.

La democracia y la libertad dependen del ejercicio de la crítica. El movimiento indígena se ha blindado en los últimos años contra ella, erigiéndose como víctima justificada para victimar, tras lo noble de su historia y la fuerza de sus bases, hoy insuficientes. ¿Deben los hermanos mestizos soportar vientos y mareas, cercados, huérfanos del estado (ocupado en no caerse), sin agua y desabastecidos e imposibilitados de trabajar por sus familias?

Las luchas no se legitiman por el grado de poder o pobreza, dolor o grandeza de quien las libra sino por la justicia de sus causas y la coherencia de sus formas. Cuántas veces se puede perder la razón por perder las formas. Menos aquí, donde hay quien ha justificado esa lógica inversa que ha ido de la fuerza a la palabra, del terror a la supuesta negociación. Aquí, donde el país aún es un proyecto, el estado de porcelana, y nuestra voz un eco. Debemos preguntarnos todo esto como país, y lo mismo la Conaie. Porque la crítica no destruye, sino que renueva y su negación solo petrifica o lleva a la sinrazón y la desidia, que son otros caminos a la muerte.

La poca institucionalidad lograda aún es de sal, y se derrite, como quizás el correísmo de papeleta, el formal. Porque ese virus mental que tomó al país y lo infectó de un rencor rancio y una ceguera obtusa tardará años en sanar. Por todas estas cosas, vistas y aceptadas, Ecuador duele.

Nicolás Merizalde

Ecuador duele, y ese dolor desafía. Duele por terco y altanero, por obstinado y virulento; tiene el impulso del volcán, pero la voluntad de una roca y aunque tenga el corazón hecho cascada su fuerza se vuelve bruma del páramo, viento informe.

Jamás como estos días, he sentido a mi país tan extraviado. Escribí que el paro en realidad bloqueaba más conciencias que vías, y no me retracto. Con cuanta tozudez nos disparamos el pie, tan ecuatorianamente.

La democracia y la libertad dependen del ejercicio de la crítica. El movimiento indígena se ha blindado en los últimos años contra ella, erigiéndose como víctima justificada para victimar, tras lo noble de su historia y la fuerza de sus bases, hoy insuficientes. ¿Deben los hermanos mestizos soportar vientos y mareas, cercados, huérfanos del estado (ocupado en no caerse), sin agua y desabastecidos e imposibilitados de trabajar por sus familias?

Las luchas no se legitiman por el grado de poder o pobreza, dolor o grandeza de quien las libra sino por la justicia de sus causas y la coherencia de sus formas. Cuántas veces se puede perder la razón por perder las formas. Menos aquí, donde hay quien ha justificado esa lógica inversa que ha ido de la fuerza a la palabra, del terror a la supuesta negociación. Aquí, donde el país aún es un proyecto, el estado de porcelana, y nuestra voz un eco. Debemos preguntarnos todo esto como país, y lo mismo la Conaie. Porque la crítica no destruye, sino que renueva y su negación solo petrifica o lleva a la sinrazón y la desidia, que son otros caminos a la muerte.

La poca institucionalidad lograda aún es de sal, y se derrite, como quizás el correísmo de papeleta, el formal. Porque ese virus mental que tomó al país y lo infectó de un rencor rancio y una ceguera obtusa tardará años en sanar. Por todas estas cosas, vistas y aceptadas, Ecuador duele.