Virus VI

La muerte en forma de virus nos pisa los talones, nos acecha como si aún tuviera cuentas pendientes con nosotros. La muerte no se harta, quiere más. No le importa si son niños, jóvenes o viejos, a la muerte le da igual. La muerte se lleva más de dos corazones en el mismo ataúd. Igual se lleva al paciente, al médico, a la enfermera, al policía.

La pálida muerte lo mismo llama a las puertas de las casuchas de los pobres que a las mansiones de los ricos. A los muertos no les importa cómo son sus funerales, pero a los vivos si nos importa, y nos duele verlos tirados como si nada. Manos que imploran ayuda. Ojos cansados de tanto llorar. ¡Imágenes apocalípticas!

Muertos tirados por doquier. Las calles de la urbe convertidas en panteón. La muerte se pasea indiferente ante el llanto de los deudos que impotentes claman piedad. Alzan la vista al cielo buscando una respuesta, mientras los muertos callan. Como decía el poeta: “¡Qué despiadados son en su callar los muertos! Con razón todo mutismo trágico y glacial, todo silencio sin apelación se llaman: un silencio sepulcral.
Nos encontramos en frente de las sombras, de espaldas a la aurora.

Pero, más que callar, los muertos duelen porque no tenían que morir, no debían morir. Se los llevó la Parca gracias a la ineficiencia de autoridades que decían estar preparadas para hacerle frente a la muerte y ésta los desbordó. Nunca sabremos cuántos murieron, porque de todo esto las autoridades no saben nada. Aprovecharon la visita de la huesuda para enriquecerse. ¡Qué injusticia!

¿Quién se responsabiliza de estos muertos? Todos nuestros muertos duelen. Nos merecemos otro país, de eso estoy convencido. No hay que pagar más deudas a la muerte. Es hora de levantar la cabeza y gritar ¡Basta!

«Cuántas muertes más serán necesarias para darnos cuenta de que ya han sido demasiadas.»