Abuso de la fuerza

En las últimas semanas se han producido dos hechos que, aunque distantes geográficamente, están relacionados. El primero se refiere a la reacción del pueblo norteamericano frente al racismo, la xenofobia y discriminación, que encarnó la muerte de George Floyd, y a la amenaza del presidente Donald Trump de emplear a los militares en el control de los disturbios que recibió un inmediato rechazo. El exsecretario de Defensa, James Mattis, sentenció que: “Militarizar nuestra respuesta establece un falso conflicto entre la sociedad militar y civil. Erosiona el fundamento moral que garantiza un vínculo de confianza entre hombres y mujeres en uniforme y la sociedad a la que han jurado proteger”. Mark Esper, secretario de Defensa, afirmó que la opción del Presidente sólo debería usarse como último recurso.

En la mitad del mundo, el ministro de Defensa, general Oswaldo Jarrín, expidió el Acuerdo Ministerial No. 179 con el Reglamento que regula el uso progresivo, racional y diferenciado de la fuerza por parte de Fuerzas Armadas, y que dispone un instrumento para proteger a los ciudadanos de cualquier violación a los derechos humanos.

También en el país se han levantado voces de inconformidad en contra del Reglamento, que deben ser escuchadas. Las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional son parte de la estructura del Estado, responsables del monopolio del uso de la fuerza, pilar fundamental sobre el que se asienta, entre otros, el Estado de Derecho. Por tanto, su empleo debe estar normado sin ambigüedades para evitar excesos y abusos.

En su comparecencia a la Asamblea Nacional, el general Jarrín aseguró que se trata de: “Un código de conducta, amparado en los ‘Principios Básicos sobre el Empleo de la Fuerza por los funcionarios encargados de hacer cumplir la Ley’ de Naciones Unidas y de los manuales de operaciones militares del Comité Internacional de la Cruz Roja, entre otros tratados internacionales.

El empleo de las Fuerzas Armadas en misiones de seguridad interna es un tema muy complejo y, por esta razón, el Gobierno debería impulsar un amplio debate con la academia y la sociedad, a fin de legitimar la normativa con transparencia.